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Hablar de Leonora
Adriana Cortés
Con Elena Poniatowska
–¿Tu vida y la de Leonora Carrington se miran en un mismo espejo?
–Con Tina Modotti para mí era imposible identificarme. El mundo de Leonora es para mí totalmente comprensible. Mi papá fue un soldado en la segunda guerra mundial. No fue el dueño de un gran emporio ni tuvimos la fortuna de los Carrington pero sí el tipo de vida: las buenas maneras, el té de las cinco, tener intermediarios entre los niños y los adultos. Lo que me pareció muy sorprendente fue su rebeldía, su audacia.
–Pero tú también has sido rebelde...
–Yo creo que he sido muy dócil toda la vida. Soy rebelde cuando escribo, pero lo que escribo no responde a mi vida. Finalmente llevo una vida dentro de las normas. No soy convencional, pero creo que lo soy muchísimo más que Leonora. Además, ella tiene una fe absoluta en sí misma. Si yo hubiera tenido más fe en mí misma hubiera sido escritora desde el primer momento, y fui periodista. He hecho preguntas toda mi vida porque finalmente no tenía ni una sola respuesta, y además porque no tuve una formación académica ni universitaria que es una de las cosas que más extraño en mi vida. Si hubiera ido a la universidad tendría una metodología que no tengo; todo lo que hago me cuesta el triple de trabajo. Seguí cronológicamente la vida de Leonora pero no tenía la menor idea de cómo iba a acabar. La terminé con una muchacha mucho más joven, Pepita, que la va a entrevistar porque la admira.
–Max Ernst le descubre a Leonora el mundo del arte...
–Sobre todo la pintura, además de que le descubre el amor, fue su amante. Max Ernst liberó en ella muchísimas fuerzas que no habrían salido si Leonora no hubiera vivido con él, pero ella pinta sus cuentos celtas.
–¿Quién te descubre a ti el mundo de la literatura?
–Yo creo que cuando empecé a leer en el Liceo –¿quieres azúcar para tu té?– Empecé a leer a los escritores católicos: Diario de un cura de campaña, leí a Claudel, a Péguy, a los poetas, a Jacques Maritain, pero la literatura mexicana la leí cuando empecé a entrevistar. A Rulfo, cuando publicó El Llano en llamas. Era un Rulfo gordito y siempre fue serio.
in memoriam Leonora Carrington |
–¿Y Alberto Beltrán, grabador y dibujante?
–Él sí para que veas me abrió un mundo, aunque antes me lo habían abierto las muchachas en mi casa. Él me abrió el mundo del México más pobre, porque salía los domingos con él y mi hijo Mane que ya había nacido, a ver lo que hace la gente más pobre los domingos. Y luego un preso en Lecumberri que se llamaba Jesús Sánchez García me escribió que había una obra de teatro que quería que yo fuera a verla, así que entré al mundo de la cárcel cuando era súper joven. Fue antes de cumplir los treinta años. Usar zapatos de plan quinquenal, andar en autobuses de arriba para abajo: todo eso me metió a un mundo al cual seguramente no habría entrado sin Alberto Beltrán; él tenía más prejuicios contra mí que los que yo podía tener contra él, porque yo soy una gente que no está en la realidad, no veo las cosas tal como son. Para a mí era más fácil lanzarme, a pesar de todos los prejuicios, que para él aceptar mi modo de vida y el hecho de tener todo un árbol genealógico de familia.
–Alberto Ruy Sánchez dice que Leonora es una novela sobre el amor. Leonora se enamora de quien quiere, no de quien sus padres quieren que se enamore. ¿Tú y ella cruzan como Alicia en el país de las maravillas –libro de Lewis Carroll multicitado en Leonora– al otro lado del espejo?
–Pero yo creo que Leonora se lanzó mucho más que yo, porque ella no quería quedar bien con nadie y yo no quería fallarle a mis papás. Yo fui muchísimo más clandestina que Leonora. Juan Soriano decía que todas las mujeres tienen en su vida, como Lady Chatterley, un guardabosques.
–A mí me da la impresión de que tú sí has alcanzado la felicidad.
–Leonora se lanzó sola a Nueva York, a Canadá, a Irlanda, a Inglaterra con los hijos. Yo me lancé a hacer periodismo, a viajar como periodista, pero lo hacía mucho en contra de mí misma. Me he obligado a hacer una serie de cosas que no eran lo mío.
Foto: Roberto García Ortíz/ archivo La Jornada |
–¿Así lo crees?
–Por lo menos así lo creo pero también lo veo. Por ejemplo, por inseguridad, toda la vida utilicé las muletas del periodismo. Y decía: Guillermo, mi marido dice. Carlos Monsiváis dice. A mí me decían: “Bueno, Elena, y tú ¿qué dices?”
–¿Cuándo encontraste tu propia voz?
–Aún no la encuentro. Bueno, tengo un libro súper triste que tengo guardado. Todo lo que digo allí es mío totalmente. Es un librito chiquito que no llega ni a las cien páginas. No es novela, son las cosas que yo sentía en determinado momento.
–Siguiendo con las semejanzas entre la vida de Leonora y la tuya, hay un capítulo tristísimo en la novela: cuando le suministran Cardiazol en el manicomio a donde es enviada con la autorización de su padre. Recuerdo que alguna vez manifestaste tu temor a la locura, ¿por qué?
–Sí, porque una empieza a girar y a no saber por dónde está la salida. ¿Tú nunca has tenido miedo a la locura?
–Yo creo que la locura hay que vivirla, pero yo te estoy entrevistando... Me parece terrible que su padre haya dado su aprobación para meterla al manicomio.
–El papá la quería mandar a África en vez de decir: “Tráiganme a mi hija para que yo la abrace.” Otro papá hubiera corrido a Santander, donde estaba, para sacarla de allí.
–Pero eran ingleses, era otro tipo de educación.
–Además los papás persiguieron a Max Ernst, lo denunciaban, eso no lo pongo en la novela.
–Creo que la presencia del padre es muy fuerte en la novela, al principio aparece físicamente y después como una sombra que persigue a Leonora.
–Lo que es muy sorprendente es que cuando tiene su primer hijo le pone Harold: el nombre de su papá. Todo mundo le dice: “¿Pero si te desheredó?” Y ella: “Se va a llamar como mi papá.”
–Parecería que el destino de Leonora es el de Casandra. En la novela dice que en su familia decían que veía visiones. ¿Tú te identificas con Casandra o con Antígona?
–Creo que todas las mujeres somos un poco víctimas. Cuando no somos víctimas de nuestra familia somos víctimas de un orden social que nos victimiza. Rosario Castellanos fue víctima de la soledad, del abandono de su marido, de que no supo imponerse a una sociedad muy cerrada que es la chiapaneca. Incluso cuando vino a México estuvo muchísimos meses en un sanatorio porque adquirió tuberculosis. Creo que Elena Garro en cierta manera se victimizó a sí misma, tenía complejo de persecución y pensaba que todo lo que le sucedía era culpa de los demás. También yo soy un poco el resultado de mi inseguridad que me hizo siempre recurrir al periodismo.
–¿El periodismo bien escrito es un género literario?
–Te suelta la mano. No estás sentada esperando al ángel que te va a lanzar a escribir. Tienes que entregar, tratas de que esté lo mejor posible, pero si no está lo óptimo por lo menos ya lo hiciste.
–Leonora es una mezcla de crónica y ficción; está allí tu ojo periodístico en el retrato que haces del México de los cincuenta hasta el de fines del siglo XX. Hay una serie de personajes, amigos de Leonora en México, a donde llega con Renato Leduc. ¿Conociste a Kati Horna?
–Quise mucho a Kati Horna. Era para mí mucho más cercana que Leonora quien tenía un ojo muy crítico. Yo coincidí con Kati varias veces porque era fotógrafa. A veces yo hacía el reportaje y ella la fotografía. Luego me pedía que posara, porque le servía para estar en algunas revistas de la época, en Mujeres, que dirigía Magdalena Mondragón. Me tomó muchas fotos. Kati se mataba de trabajo, tanto que a veces le faltaba el rollo en su cámara porque del cansancio se le había olvidado ponerlo.
–Leonora tiene una gran afinidad, en la novela, con Laurette Sejourné, ¿tú la conociste?
–Era esposa de Arnaldo Orfila. La conocí por la editorial Siglo XXI; escribía sus libros de antropología pero no la traté mucho. También vi Un hogar sólido, de Elena Garro y vi cómo estaba contento Octavio Paz por el triunfo de su mujer. Las funciones eran en los teatros del Seguro Social.
–En la efervescencia cultural de los años cincuenta incluyes la galería de Inés Amor, tu pariente por el lado materno, quien impulsó el arte de Leonora.
–Impulsó a muchísimos pintores en su galería. Pero el que más la ayudó fue Edward James, excéntrico, creativo, inglés, multimillonario. Nunca destruyó el mito de que era el hijo de Eduardo VII de Inglaterra, no se sabe, pero le convenía el rumor.
–¿Es verdad o ficción que llegaba a la casa de Leonora con boas y animales excéntricos?
–Todo eso es verdad.
–Viviste de manera muy intensa el ’68, movimiento en el que participaron los hijos de Leonora: Gabriel y Pablo Weisz. Citas una frase de José Alvarado: “Había belleza y luz en las almas de los muchachos muertos [...] Querían hacer de México morada de justicia y verdad, la libertad, el pan y el alfabeto para los oprimidos y olvidados.”
–Los hijos participaron mucho menos que en la novela. Por el miedo a esta participación y porque Elena Garro empezó a denunciar a todos los intelectuales –por venganza personal o porque Octavio Paz los quería– a Leonora le entró un miedo espantoso y salió de México.
–Cuarenta y tres años después del ’68 muchísimos jóvenes son asesinados.
–Yo creo que nuestra situación ahora es mucho peor que la del ’68. El número de desaparecidos y de muertos es enorme.
–A lo largo de la novela percibo tu voz. Por ejemplo, en esta frase: “Cuántos actos en contra de sí mismo comete este país. Ahora todo es polvo.”
–Es algo que a mí me sale bien espontáneo decirlo.
–En la presentación de Leonora, en Bellas Artes, un hombre de barba larga se levantó entre el público para decirte que recordaba cómo ibas a la cárcel a entrevistar a los presos durante el ’68. ¿Quién es?
–Martín Dosal: un estudiante que a raíz del ’68 estuvo preso. Fue compañero de celda de José Revueltas, incluso creo que le dio manuscritos regalados que autografió. Cuando se murió Revueltas, Víctor Bravo Ahuja, que era el secretario de Educación Pública, se presentó al entierro y Martín Dosal se puso más altito sobre una tumba y le dijo: “¿No entiende, señor, que no lo queremos aquí?” Bravo Ahuja estaba con sus guardaespaldas y se hizo pato. Dosal repitió: “No lo queremos aquí.” Me pareció un acto de valentía.
–¿Cómo es Leonora?
–Tiene mucho sentido del humor y mucha capacidad para encontrarle a los demás su estupidez. Simplemente no quiere hablar con nadie que no le pueda dar ninguna respuesta.
–Leonora en la novela siempre recuerda a Tártaro, su caballo de madera, al que destruye su padre por considerar que ya no era una niña para jugar con él, y se identifica con un caballo indomable, ¿es una metáfora?
–En la novela está súper exagerado pero es verdad. También creo que los padres fueron menos severos y distantes de lo que yo pongo allí.
–Su pasión era la alquimia. ¿Entiende la muerte como una transfiguración?
–Creo que sí tiene miedo a la muerte. Yo también, nunca sabemos qué hay, uno puede pensar que va a estar con sus seres queridos.
–O que existe el cielo y el infierno.
–Pero después de Darwin es bien difícil pensar eso.