ISAAC
ASIMOV
GRANDES IDEAS
DE LA CIENCIA
Galileo y la experimentación
1Entre los asistentes a la misa celebrada en la catedral de Pisa, aquel
domingo
de 1581, se
hallaba un joven de diecisiete años. Era devotamente religioso y no hay por qué
dudar que intentaba concentrarse en sus oraciones; pero le distraía un candelero
que pendía del techo cerca de él. Había corriente y el candelero oscilaba de
acá para allá.
2En su movimiento de vaivén, unas veces corto y otras de vuelo más amplio,
el
joven
observó algo curioso: el candelero parecía batir tiempos ¡guales, fuese el
vuelo corto o largo. ¡Qué raro! ¡Cualquiera diría que tenía que tardar más en
recorrer el arco más grande!
3A estas alturas el joven, cuyo nombre era Galileo, tenía que haberse
olvidado
por completo
de la misa. Sus ojos estaban clavados en el candelero oscilante y los dedos de
su mano derecha palpaban la muñeca contraria. Mientras la música de órgano
flotaba alrededor de él, contó el número de pulsos: tantos para esta oscilación,
tantos otros para la siguiente, etc. El número de pulsos era siempre el
mismo, independientemente de que
la oscilación fuese amplia o corta. O lo que es lo mismo, el candelero tardaba
exactamente igual en recorrer un arco pequeño que uno grande.
4Galileo no veía el momento de que acabara la misa. Cuando por fin terminó,
corrió a
casa y ató diferentes pesas en el extremo de varias cuerdas. Cronometrando las
oscilaciones comprobó que un peso suspendido de una cuerda larga tardaba más
tiempo en ir y venir que un peso colgado de una cuerda corta. Sin embargo, al estudiar
cada peso por separado, comprobó que siempre tardaba lo mismo en una oscilación,
fuese ésta amplia o breve. ¡Galileo había descubierto el principio del péndulo!
Pero había
conseguido algo más: hincar el diente a un problema que había
traído de
cabeza a los sabios durante dos mil años: el problema de los objetos en movimiento.
Viejas teorías
5Los antiguos habían observado que las cosas vivas podían moverse ellas
mismas y
mover también objetos inertes, mientras que las cosas inertes eran, por lo general,
incapaces de moverse a menos que un ser animado las impulsara. Había, sin
embargo, excepciones que no pasaron inadvertidas: el mar, el viento, el Sol y
la Luna se movían sin ayuda de las cosas vivientes, y otro movimiento que no dependía
del mundo de lo vivo era el de los cuerpos en caída libre.
6El filósofo griego Aristóteles pensaba que el movimiento de caída era
propio de
todas las
cosas pesadas y creía que cuanto más pesado era el objeto, más deprisa caía: un
guijarro caería más aprisa que una hoja, y la piedra grande descendería más
rápidamente que la pequeña.
7Un siglo después Arquímedes aplicó las matemáticas a situaciones físicas,
pero de
carácter puramente estático, sin movimiento (véase el capítulo 3). Un
ejemplo es
el de la palanca en equilibrio. El problema del movimiento rápido
desbordaba
incluso un talento como el suyo. En los dieciocho siglos siguientes nadie desafió
las ideas de Aristóteles sobre el movimiento, y la física quedó empantanada.
Cómo retardar la caída
8Hacia 1589 había terminado Galileo su formación universitaria y era ya
famoso por su labor en el campo de la mecánica. Al igual que Arquímedes, había
aplicado las matemáticas a situaciones estáticas, inmóviles; pero su espíritu
anhelaba volver sobre el problema del movimiento.
9Toda su preocupación era hallar la manera de retardar la caída de los
cuerpos
para así
poder experimentar con ellos y estudiar detenidamente su movimiento. (Lo que
hace el científico en un experimento es establecer condiciones
especiales que le ayuden a estudiar y observar los fenómenos con mayor
sencillez que en la naturaleza.)
10Galileo se acordó entonces del péndulo. Al desplazar un peso suspendido de
una cuerda y
soltarlo, comienza a caer. La cuerda a la que está atado le impide, sin embargo,
descender en línea recta, obligándole a hacerlo oblicuamente y con suficiente
lentitud como para poder cronometrarlo. Como decimos, el péndulo, a diferencia
de un cuerpo en caída libre, no cae en línea recta, lo cual introducía ciertas
complicaciones. La cuestión era cómo montar un experimento en el que la caída
fuese oblicua y en línea recta.
11¡Estaba claro! Bastaba con colocar un tablero de madera inclinado, que
llevara en el centro un surco largo, recto y bien pulido. Una bola que ruede
por el surco se mueve en línea recta. Y si se coloca la tabla en posición casi
horizontal, las bolas rodarán muy despacio, permitiendo así estudiar su
movimiento.
12Galileo dejó rodar por el surco bolas de diferentes pesos y cronometró su descenso
por el número de gotas de agua que caían a través de un agujero practicado en
el fondo de un recipiente. Comprobó que, exceptuando objetos muy ligeros, el
peso no influía para nada: todas las bolas cubrían la longitud del surco en el
mismo tiempo.
Aristóteles, superado
13Según Galileo, todos los objetos, al caer, se veían obligados a apartar el
aire
de su
camino. Los objetos muy ligeros sólo podían hacerlo con dificultad y eran
retardados
por la resistencia del aire. Los más pesados apartaban el aire fácilmente y no
sufrían ningún retardo. En el vacío, donde la resistencia del aire es nula, la pluma
y el copo de nieve tenían que caer tan aprisa como las bolas de plomo.
14Aristóteles había afirmado que la velocidad de caída de los objetos
dependía
de su peso.
Galileo demostró que eso sólo era cierto en casos excepcionales,
concretamente
para objetos muy ligeros, y que la causa estribaba en la resistencia del aire.
Galileo tenía razón; Aristóteles estaba equivocado.
15Galileo subdividió luego la ranura en tramos iguales mediante marcas
laterales y comprobó que cualquier bola, al rodar hacia abajo, tardaba en
recorrer cada tramo menos tiempo que el anterior. Estaba claro que los objetos
aceleraban al caer, es decir se movían cada vez más deprisa por unidad de
tiempo.
Galileo
logró establecer relaciones matemáticas sencillas para calcular la
aceleración
de la caída de un cuerpo. Aplicó, pues, las matemáticas a los cuerpos en movimiento,
igual que Arquímedes las aplicara antes a los cuerpos en reposo.
16Con esta aplicación, y con los conocimientos que había adquirido en los
experimentos
con bolas rodantes, llegó a resultados asombrosos. Calculó exactamente, por
ejemplo, el movimiento de una bala después de salir del cañón.
Galileo no
fue el primero en experimentar, pero sus espectaculares resultados
en el
problema de la caída de los cuerpos ayudaron a difundir la experimentación en el
mundo de la ciencia. Los científicos no se contentaban ya con razonar a partir
de axiomas, sino que empezaron a diseñar experimentos y hacer medidas. Y podían
utilizar los experimentos para comprobar sus inferencias y para construir
nuevos razonamientos. Por eso fechamos en 1589 los inicios de la ciencia
experimental.
17Ahora bien, para que la ciencia experimental cuajara hacían falta
mediciones
exactas del
cambio en general, y concretamente del paso del tiempo.
La humanidad
sabía, desde tiempos muy antiguos, cómo medir unidades
grandes de
tiempo a través de los cambios astronómicos. La marcha sostenida de las estaciones
marcaba el año, el cambio constante de las fases de la Luna
determinaba
el mes y la rotación continua de la Tierra señalaba el día.
Para
unidades de tiempo menores que el día había que recurrir a métodos
menos
exactos. El reloj mecánico había entrado en uso en la Edad Media. Las manillas
daban vueltas a la esfera movidas por ruedas dentadas, que a su vez eran gobernadas
por pesas suspendidas. A medida que éstas caían, hacían girar las ruedas.
Sin embargo,
era difícil regular la caída de las pesas y hacer que las ruedas
giraran
suave y uniformemente. Estos relojes siempre adelantaban o atrasaban, y ninguno
tenía una precisión superior a una hora.
La revolución en la medida del tiempo
18Lo que hacía falta era un movimiento muy constante que regulara las ruedas
dentadas. En
1656 (catorce años después de morir Galileo), Christian Huygens, un científico
holandés, se acordó del péndulo.
El péndulo
bate a intervalos regulares. Acoplándolo a un reloj para que
gobierne los
engranajes se consigue que éstos adquieran un movimiento tan
uniforme
como el de la oscilación del péndulo.
Huygens
inventó así el reloj de péndulo, basado en un principio descubierto por
el joven
Galileo. El reloj de Huygens fue el primer cronómetro de precisión que tuvo la
humanidad y una bendición para la ciencia experimental.
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