Texto de Carlos Fuentes (1928-2012), incluido en su libro titulado En esto creo, del que ofrecemos un fragmento a los lectores de La Jornada, con autorización del sello editorial Alfaguara.
Muerte
Carlos Fuentes
José Luis Cuevas, Carlos Fuentes y Gabriel Figueroa durante la filmación de Las dos Elenas, 1965Foto Rodrigo Moya
Acompañado por el escritor José Emilio Pacheco y el empresario Carlos Slim, en 2011Foto Marco Peláez
Con José Luis Cuevas y Víctor Flores Olea, entre otros amigos, en los años 60Foto Fundación María García y Héctor García
Cuando se trata de acompañar a
la muerte, ¿cuál es el tiempo válido para la vida? Freud nos advierte
que lo que no tiene vida existió con anterioridad a lo vivo. El fin de
toda vida es la muerte, una reina todopoderosa que nos precedió y
seguirá aquí cuando desaparezcamos. ¿Nos anunció antes de ser? ¿Nos
recordará después de haber sido? O más
bien, la nada que nos precedió y que nos seguirá, ¿sólo se vuelve
consciente en tanto naturaleza, no en tanto nada, gracias a nuestro paso
por la vida? La muerte espera al más valiente, al más rico, al más
bello. Pero los iguala al más cobarde, al más pobre, al más feo, no en
el simple hecho de morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte,
sino en la ignorancia de la muerte. Sabemos que un día vendrá, pero
nunca sabemos lo que es. La esperamos con grados diferentes de
aceptación, de furia, de tristeza, de cuestionamiento, de
arrepentimiento, de eso que Xavier Villaurrutia llamaba nostalgia de la muerte. Hacemos
el balance de nuestra vida, pero sabemos que el verdadero fiscal es la
muerte y que su veredicto lo conocemos de antemano. Compañera final e
inevitable. Pero ¿amiga o enemiga? Enemiga y, más que enemiga, rival,
cuando nos arrebata a un ser amado. Qué injusta, qué maldita, qué
cabrona es la muerte que no nos mata a nosotros, sino a los que amamos.
Sin embargo, esa muerte enemiga es la que podemos vencer. A veces, en
mis caminatas diarias por el viejo cementerio de Brompton en Londres,
paso frente a un vasto terreno de cruces blancas. Contrastan con la
elaboración suntuaria de la mayoría de los túmulos funerarios del
camposanto. Son las sencillas cruces blancas de muchachos muertos en la
primera guerra mundial. Leo sobrecogido las fechas de nacimiento y
muerte. No he encontrado allí a un solo joven que haya rebasado los
treinta años de edad. La muerte de un joven es la injusticia misma. En
rebelión contra semejante crueldad, aprendemos por lo menos tres cosas.
La primera es que al morir un joven, ya nada nos separa de la muerte. La
segunda es saber que hay jóvenes que mueren para ser amados más. Y la
tercera, que el muerto joven al que amamos está vivo porque el amor que
nos unió sigue vivo en mi vida.
¿Son éstas, apenas, consolaciones? ¿Son triunfos sobre la muerte? ¿O,
por el contrario, engrandecen su poder? La muerte nos dice: te engañas,
lo que fue ya no es. Le respondemos: te engañamos, lo que fue no sólo
sigue siendo, sino que es más que nunca. La muerte se ríe de
nosotros. Nos desafía a pensar, no en la muerte del otro, sino en la
propia desaparición. Nos reta a creer que la memoria de los que
sobreviven será nuestra única vida más allá de la muerte. Y aunque así
sea, no lo sabremos nunca. Lo cierto es que los guardianes de la memoria
irán desapareciendo también, con la falsa esperanza de que siempre
habrá un testigo vivo que los recuerde. La muerte se burla de nosotros:
¿recordamos a nuestros muertos más allá de la cuarta o quinta generación
que nos precede? ¿Hay suficientes leyendas de familia, retratos de los
ancestros, hechos memorables, que salven del olvido mortal a la inmensa
legión de los antepasados? Después de todo, hay treinta fantasmas detrás
de cada individuo.
Si muy pocos pueden rememorar en su genealogía a un héroe o a un
genio, todos podemos acercarnos al gran acervo verbal de la muerte por
vía de la palabra poética.
Nadie, para mí, se acerca más a mi propio sentimiento mortal que uno
de los dos más grandes poetas del Siglo de Oro español (el otro es
Góngora), Francisco de Quevedo. Evidencia de la muerte:
¡Cómo de entre mis manos te resbalas!/ ¡Oh, cómo te deslizas, edad mía! (...) ¡Oh condición mortal, oh dura suerte!/ ¡Que no puedo querer vivir mañana/ sin la pensión de procurar mi muerte!Pero evidencia, también, del amor constante más allá de la muerte:
Alma a quien todo un dios prisión ha sido.../ su cuerpo dejará, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado:
John Donne le da otro giro a la muerte temprana. La joven mujer tenía quince años, dice la
Elegía, y el destino no le abrió las puertas del porvenir. Se llevó la libertad de su propia muerte, pero convirtió a cada sobreviviente en su delegado a fin de cumplir el destino que pudo ser el de ella. Victoria, así, sobre la muerte: For since death will proceed to triumph still,/ He can find nothing, after her, to kill.
Ésta es la muerte que nos pertenece a todos. La muerte compartida de la palabra que vence a la muerte.
Permanece, sin embargo, el hecho de que, precedidos o sucedidos,
olvidados o recordados, morimos solos y, radicalmente, morimos para
nosotros solos. Quizás no morimos del todo para el pasado, pero
ciertamente, morimos para el futuro. Quizás seamos recordados, pero
nosotros mismos ya no recordaremos. Quizás muramos sabiendo todas las
cosas del mundo, pero de ahora en adelante, nosotros mismos seremos
cosa. Vimos y fuimos vistos por el mundo. Ahora el mundo seguirá siendo
visto, pero nosotros nos habremos vuelto invisibles. Puntuales o
impuntuales, vivimos de acuerdo con los horarios de la vida. Pero la
muerte es el tiempo sin horas. ¿Tendré más gloria que la de imaginar que
mi muerte es singular, sólo para mí, butaca preferente en el gran
teatro de la eternidad?
Hay quienes esperan que la muerte los libere de su propia memoria.
Muchos suicidas. Hay quienes lamentarán toda la vida (la que les resta)
no haber prestado atención, no haber tendido la mano o escuchado a la
persona que se fue para siempre.
Hay el silencio del amor viril que debe esperar hasta la
muerte para manifestarse, diciéndole al muerto lo que jamás, por pudor,
le dijimos al vivo. Tejido de pesares y arrepentimientos que son como la
segunda mortaja del muerto. Y éste, ¿habrá ejercido el derecho de
llevarse un secreto a la tumba? ¿No es éste uno de los grandes derechos
de la vida: saber que sabemos algo que jamás diremos?
No queremos, por más negaciones y fatalidades que se acumulen sobre
nuestras cabezas, por más testimonios y certezas de lo imposible que nos
presente la fiscalía de la muerte, renunciar a la convicción de que la
muerte no es la nada, es algo, es valiosa, aunque ella misma nos diga lo
contrario. Creemos que la muerte de hoy dará presencia a la vida de
ayer. Con Pascal repetimos: “Nunca digas ‘lo he perdido’. Mejor di: ‘lo
he devuelto’”. Piensa que es cierto. Hay quienes mueren para ser amados
más. Piensa que el muerto amado vive porque el amor que nos unió está
vivo en mi vida. Piensa que sólo lo que no quiere sobrevivir a todo
precio tiene la oportunidad de vivir realmente. Querer sobrevivir a todo
precio es la maldición del vampiro que nos habita.
Es, también, la oportunidad erótica. En Cumbres borrascosas, Cathy
y Heathcliff están unidos por una pasión que se reconoce destinada a la
muerte. La sombría grandeza de Heathcliff está en que sabe que todos
sus actos sociales, la venganza, el dinero, la humillación de quienes lo
humillaron, el tiempo de la infancia compartido con Cathy, no
regresarán. Cathy también lo sabe y por ello, porque
yo soy Heathcliff, se adelanta a la única semejanza con la tierra perdida del amor original: la tierra de la muerte. Cathy muere para decirle a Heathcliff, la muerte es nuestro hogar verdadero, reúnete aquí conmigo. La muerte es el reino verdadero de Eros, donde la imaginación erótica suple las ausencias físicas, sobre toda la separación radical que es la muerte.
La muerte, dice Georges Bataille en su maravilloso ensayo sobre Cumbres borrascosas, es el origen disfrazado.
Puerto que el regreso al tiempo original del amor es imposible, la
pasión de los amantes sólo puede consumarse en el tiempo eterno e
inmóvil de la muerte. La muerte es un instante sin fin. ¿Por qué? Porque
la muerte, radicalmente, ha renunciado al cálculo del interés. Nadie,
muerto, puede decir
esto me conviene o no me conviene,
gano o pierdo,
subo o bajo. Éste es, en Pedro Paramo de Juan Rulfo, el triunfo final del novelista sobre su propio personaje cruel, calculador y, a diferencia de Heathcliff, anclado en la inmortalidad de un amor no correspondido hacia Susana San Juan. A cambio de esta derrota, Rulfo nos introduce, junto con todo un pueblo –Comala–, a nuestra propia muerte. Gracias al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte. Estamos mejor preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte o la opción vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida, todo es vida. Imaginemos entonces que cada niño que nace cada minuto reencarna a cada una de las personas que mueren cada minuto. No es posible saber a quién reencarnamos porque nunca hay testigos actuales que reconozcan al ser reencarnado. Pero si hubiese un solo testigo capaz de reconocerme como el otro que fui, ¿entonces, qué? Me detiene en una calle... antes de descender de un auto o de entrar a un restorán... me toma del brazo... me obliga a participar de una vida pasada que fue la mía. Es un sobreviviente: el único capaz de saber que yo soy una reencarnación. El único capaz de decirme: –Una vida no basta. Se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad.
Pero si no basta una vida para cumplir todas las promesas de nuestra
personalidad truncada por la muerte, ¿corremos el peligro de irnos al
extremo opuesto y creer que todo es espíritu y nada materia? Eterno
aquél, perecedera ésta. ¿O es que nada muere por completo, ni el
espíritu ni la materia? ¿Son similares sus desarrollos? Sabemos que los
pensamientos se transmiten, más allá de la muerte. ¿Pueden transmitirse,
también, los cuerpos?
Las ideas nunca se realizan por completo. A veces se retraen,
hibernan como algunas bestias, esperan el momento oportuno para
reaparecer. El pensamiento no muere. Solo mide su tiempo. La idea que
parecía muerta en un tiempo reaparece en otro. El espíritu no muere. Se
traslada. Se duplica. A veces suple, e incluso, suplica. Desaparece, se
le cree muerto. Reaparece. En verdad, el espíritu se está anunciando en
cada palabra que pronunciamos. No hay palabra que no esté cargada de
olvidos y memorias, teñida de ilusiones y fracasos. Y sin embargo, no
hay palabra que no venza a la muerte porque no hay palabra que no sea
portadora de una inminente renovación. La palabra lucha contra la muerte
porque es inseparable de la muerte, la huerta, la anuncia, la hereda...
No hay palabra que no sea portadora de una inminente resurrección. Cada
palabra que decimos anuncia, simultáneamente, otra palabra que
desconocemos porque la olvidamos y una palabra que desconocemos porque
la deseamos. Lo mismo sucede con los cuerpos, que son materia. Toda
materia contiene el aura de lo que antes fue y el aura de lo que será
cuando desaparezca. Vivimos por eso una época que es la nuestra, pero
somos espectro de otra época pasada y el anuncio de una época por venir.
No nos desprendamos de estas promesas de la muerte.
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