10 dic 2013

Elogio del libro y alabanza del placer de leer


La lectura
Elogio del libro y alabanza del placer de leer
Leer para pensar en grande
colección letras
crítica
La lectura
Elogio del libro y alabanza del placer de leer

Juan Domingo Argüelles


Una vez más, para Rosy, Claudina y Juan
También para Ofelia, lectora que es y será
Y para todos aquellos que disfrutan la lectura y rechazan el modo imperativo del verbo leer

En todo aquello susceptible de recibir el nombre de lectura, el proceso tiene que ser absorbente y voluptuoso; tenemos que deleitarnos con el libro, embelesarnos y olvidarnos de nosotros mismos, y acabar la lectura con la cabeza rebosante del más abigarrado y caleidoscópico baile de imágenes, incapaces de dormir o de tener un pensamiento continuado.
Robert Louis Stevenson



1La lectura, como un simple tema coyuntural (cada 23 de abril en el mundo y cada 12 de noviembre en México), tiene mucho de discutible y de fingido. Me recuerda las celebraciones que se hacen a la mujer y a la madre, a quienes se les homenajea el 8 de marzo y el 10 de mayo, respectivamente, a cambio de ser olvidadas, relegadas, ignoradas o, lo que es peor, maltratadas y vejadas, en los demás días del año. Si la mujer, la madre y la lectura son de veras tan importantes, como decimos, tendríamos que celebrarlas todos los días.

2La lectura tiene que dejar de ser un tema de oportunidad y de discurso oportunista para convertirse en una realidad cotidiana. Tiene que dejar de ser simplemente un tema para convertirse en un asunto de todos los días. Cuando ya no necesitemos insistir tanto en la gran importancia y en los enormes beneficios de la lectura, sabremos entonces que leer es de veras importante y que nos 
ha beneficiado.

3La lectura nos puede entregar felicidad, alegría, conocimiento, desarrollo de la inteligencia, agudeza en la sensibilidad y la emoción, pero si tanto insistimos en todas estas bondades es porque nos consideramos beneficiados con ellas, a diferencia de muchas personas a las que vemos, sinceramente, al margen de estos bienes. Y esta autosatisfacción es comprensible, pero puede resultar contraproducente y hasta peligrosa cuando cobra el aspecto de la vanidad y la arrogancia y nos hace sentir no sólo diferentes sino superiores a las personas que no han tenido la oportunidad de convertirse en lectoras. La lectura no es un asunto de supremacías morales, es una práctica de felicidad.

4La lectura no debería ser un signo de distinción social, sino un sentimiento de satisfacción individual, una sensación de alegría, de gozo, pero no un certificado de honorabilidad y nobleza. Las personas no son mejores porque hayan leído más libros que otras, sino por la capacidad que tienen para comprenderse a sí mismas y comprender a los demás. La inteligencia no es otra cosa que saber utilizar las capacidades para sobrevivir satisfactoriamente pero sin pasar por encima de los demás. Si los libros no nos enseñan a tener más tolerancia y más solidaridad con nuestros semejantes (sean lectores o no), es legítimo sospechar que leer todos los días, así sean los más grandes libros, ha sido tan sólo tiempo perdido.

5La lectura es mi oficio y mi pasión desde hace ya muchos años, y alguien que es lector de oficio a veces tiende a confundir las cosas y llega a pensar incluso que todo el mundo debería ser lector de oficio. Pero no pasemos por alto que la gente tiene diversas búsquedas en su vida y una multiplicidad de intereses vitales que la apartan de la lectura de oficio y la acercan a otras actividades tanto o más placenteras que únicamente leer libros. Hay que comprender esto, y ayudar a que la gente lea por placer y no por obligación los libros que realmente le interesen y lo atrapen, pues todo placer que se convierte en un deber altera su esencia y niega su capacidad de hacernos bien.

6La lectura de libros no debería ser jamás una obligación, y menos aún un deber estéril que es aquel al que somos sometidos sin encontrar ni saborear jamás el fruto prometido. Tendríamos que conseguir que sea una pasión creativa y recreativa, que despierte nuestras capacidades dormidas y no que nos adormezca en el tedio y en la insatisfacción de estar haciendo algo que no queremos y que nos fue impuesto por el único motivo de que leer es bueno y
 políticamente correcto.

7La lectura es una extensión de nuestro pensamiento. Por ello, leer no se termina, como una finalidad en sí misma, en el hecho de leer. No leemos simplemente para leer y seguir leyendo un libro tras otro sólo para poder decir que leemos muchos libros y que somos campeones de lectura. Por cierto, en el caso de su complemento, la escritura, no escribimos con el único propósito de escribir y seguir escribiendo. Tal cosa sería, también, necedad patológica. Lectura y escritura forman parte de nuestro ser comunicante, incluso si muchas veces tan sólo lo comunicamos a ese yo íntimo con el que conversamos a solas para tratar de entenderlo y de entendernos.

8La lectura es mucho más que una herramienta, pero sin duda es también una herramienta. El buen uso que le demos es lo que puede lograr la consecución de lo que decimos perseguir en nuestro proselitismo cultural que se ha propuesto incorporar a más personas a la lectura. Los lectores que a la vez somos promotores o fomentadores del libro deseamos que cada vez sean más las personas que participen en este placer, y sabemos que si consiguen hacerlo como una actividad cotidiana y gozosa, este ejercicio contribuirá sin duda a la construcción de su autonomía y de su conciencia ciudadana. Pero si nuestro voluntarismo únicamente tiene como fuerza el afán de cumplir estadísticas, es casi seguro que no conseguiremos más lectores aunque nuestro objetivo sea ése. No existe nada parecido a una fábrica de lectores. Ojalá pudieran darse cuenta de esto todos los proselitistas del libro. A pesar de lo que creen algunos, ni siquiera existen recetas infalibles para lograr lectores. Deberíamos saberlo y reconocerlo todos. Cada quien hace lo que cree y lo que puede en los ámbitos de sus capacidades y sus talentos y cada quien, si de verdad quiere compartir la lectura con sus semejantes, busca las formas más imaginativas, creativas y cordiales para mostrarles que leer es una fiesta. Por lo demás, quienes leen lo saben: los lectores se hacen lenta y pacientemente, con esmero y con la conciencia de participar en una afición gozosa y constructiva (para ellos mismos) que los lleva a entregarse, felizmente, en los amorosos brazos de la lectura.

9La lectura siempre es algo más. Hay siempre algo más en la lectura. Un algo más que es inasible, incalculable, incuantificable, que escapa a toda estadística.

10La lectura, a pesar de ser una herramienta y de resolver cosas prácticas de todos los días, también es un instrumento sin un para qué inmediato. Leemos un libro, un poema, una página, un párrafo, una línea, y su efecto inspirador, educador, sensibilizador, etcétera, tal vez cobre su fuerza más intensa tiempo después; tal vez al día siguiente o al cabo de una semana; quizá luego de unos meses o de algunos años. Los beneficios de la lectura no son necesariamente inmediatos, sino que pueden aparecer cuando creíamos que los habíamos olvidado. Nos traen entonces el recuerdo de un instante, de una emoción sublime, la resurrección de una experiencia, y
es cuando la lectura cobra su sentido más profundo. Las semillas del libro, entonces, no cayeron en tierra vana, sino que requerían tiempo para germinar con una chispa, como esas semillas de dura y rugosa cubierta que sólo están prepara- das para germinar después de que el incendio ha arrasado el bosque. Un día, cuando más necesitamos las palabras escritas que leímos hace tanto tiempo llegan a nuestra memoria, o más bien reviven, y nos dan la verdad que necesitamos. Quien piense que la lectura sólo es para el momento y para probar que se ha leído, es que sólo ve lo epidérmico de los libros. Cuando uno lee pone todos sus sentidos en las páginas, pero también toda la experiencia acumulada de lector. No lee únicamente el libro que tiene en esos momentos en las manos y ante sus ojos, sino que relee también las pretéritas páginas de otros libros y, entre ellos, por supuesto, las del libro de la vida.

11La lectura es un vaivén del pensamiento y de la emoción, una cadencia, un ritmo, una gracia donde se juntan lo que se piensa y lo que se siente. Diría incluso que hay libros que se sienten a partir de la inteligencia y otros que se piensan a partir del sentimiento. No hay leyes ni reglas para esto, pero si un libro es perdurable dentro de nosotros, por algo lo es. Suele ocurrir que olvidamos una buena parte de una obra, pero lo que sobrevive nos mantiene a flote para saber que lo leído se integró a nuestra vida de tal forma que ya es parte de lo que somos.

12La lectura tendría que ser algo de lo más cotidiano para todo el mundo. No decimos que todo el mundo se vuelva lector profesional, que es una ambición necia, pues pensar que la única profesión posible es la lectura es cosa de locos. Más bien, que la lectura sea pan nuestro de cada día como lo es, por ejemplo, la música (culta o popular), pues parece ser cierto que no hay día sin música sea cual fuere su género. Dondequiera que estemos la música nos sigue (a veces con nuestro propio tarareo) y es parte irrenunciable de nuestra existencia diaria. Así podría ser la lectura si conseguimos que la gente descubra sus prodigios, si logramos que aprecie sus maravillas y veamos que andar con un material de lectura por la calle, en el transporte, en los tiempos muertos, en los lugares de espera, sea un acto normal, común, corriente, y no un suceso asombroso que nos lleve a mirar como a bichos raros a aquellas personas que desenfundan un libro en la antesala del consultorio del dentista sin alterarse un ápice por el ruido chirriante de la fresa que se escucha al otro lado de la puerta.

13La lectura, y cada vez me convenzo más de esto, no es necesariamente un hábito. Puede serlo, pero sobre todo lo es para los lectores profesionales o para quienes han convertido el libro en un vicio. Para los demás puede ser un hobbie, una afición, un feliz gusto que no admite horarios ni disciplinas ni imposiciones, mucho menos autoimposiciones. Se lee cuando uno lo desea y se suspende la lectura cuando así se nos antoja. Hacer de la lectura una obligación es comenzar a conspirar contra ella que es, esencialmente, placer. ¡Qué maravilla, en cambio, cuando abrimos los ojos y nos está esperando el libro que suspendimos la noche anterior, y nos morimos de ganas por saber cómo continúa y hacia dónde va a dar! ¡Qué alegría cuando nadie nos fuerza a leer lo que no queremos y cuando el antojo nos lleva hacia una lectura placentera con una fuerza más poderosa que el deber! Dejemos el deber para los profesionales que tienen que entregar un trabajo y por fuerza han de terminar un libro incluso si no les gusta o si les fastidia o si les harta. No tienen de otra: es su trabajo, es su rutina y, como es precisamente su rutina, tienen que girar y girar para darle vuelta a la rueda, una y otra vez, una y otra vez, como los brutos o los bueyes uncidos a la carreta y las más de las veces con los ojos tapados. Quienes leen por placer tendrán, qué duda cabe, otras obligaciones muy distintas que nada tienen que ver con la lectura. Por ello los libros los libran de esos quehaceres poco gratos pero necesarios para su subsis- tencia. No hay que confundir las cosas: los libros serían en este caso la mejor manera de escapar de la rutina insatisfactoria, del mismo modo que muchos lectores profesionales nos libramos momentáneamente de nuestra carga bibliográfica caminando sin rumbo y mirando el paisaje, dialogando o escuchando música, pero no hablando necesariamente del peso de los libros que hemos tenido que llevar sobre la espalda todo el día para ganarnos el sustento en la escritura, la edición, la academia, el aula, la redacción, la oficina, etcétera. Incluso Borges, de vez en cuando, dormía.

14La lectura tiene que ser siempre un premio y jamás un castigo. El premio que nos damos cuando ya hemos hecho los deberes que por algo se llaman así (el deber nos obliga a hacerlos o tener que hacerlos sin otra alternativa). La lectura es un placer, no es un deber: el placer que nos permitimos, sin tener que entregarle cuentas a nadie, sin estar obligados a contestar interrogatorios molestos o impertinentes. Cuando castigamos a un niño y su castigo es ponerlo a leer lo que estamos haciendo es mostrarle el lado más terrible de la lectura: ¡Qué tan mala es la lectura que puede servir para atormentarnos! En cambio, cuando compartimos lo que leemos, dotamos de fuerza apasionada un gozo y transmitimos esa pasión y algo queda en el alma, en el espíritu, en la inteligencia de quien nos acompaña en la lectura. No castigar jamás a nadie con la lectura debería ser el único imperativo en relación con los libros, aunque vengan y nos digan algunos que a ellos los obligaban a leer y por ello son hoy lectores y que, incluso, los golpeaban si no leían: en realidad, se equivocan, pues se hicieron lectores a pesar de la obligación; pero cuántos que pudieron ser lectores no se habrán perdido en el camino de la obligación a causa de no tener la misma fuerza de voluntad de los que sí se hicieron lectores. No nos engañemos y no engañemos a los demás: ningún placer se aprende por la fuerza, y si nos fuerzan o nos obligan a dar placer, lo que nos queda realmente, lo que aprendemos en verdad es el rencor, la frustración y el odio. Muchos de los que hoy odian los libros, le deben ese odio a quienes los obligaron a leer aquellos libros que no deseaban leer.

15La lectura, conforme vamos adentrándonos en ella, nos va entregando más y más satisfacciones, pero sólo si la hacemos libremente. ¿Y cómo puede ser libre?, se preguntan suspicaces, irónicos y muchas veces molestos y mordaces algunos profesores, algunos promotores o muchos padres de familia. ¿Cómo puede hacerse en libertad? Yo les respondo: siendo más creativos y menos severos. Si lo único que tenemos como argumento, para que los demás lean, es la obligación, nuestro argumento es muy flaco y nuestra creatividad ninguna. He escuchado a tantos apóstoles de la obligación, a tantos convictos del deber que llego a preguntarme si alguna vez han experimentado el placer cuando hacen el amor. Es que la lectura parece un asunto tan grave que tiene que investirse de disciplinas militares y de tormentos medievales. Pero si admitimos que leer es un placer, ¿cómo, entonces, conciliamos lo placentero con la obligación?, ¿cómo justificar y explicar que, siendo un placer, tengamos que obligar a realizarlo? Sería tanto como decirle a alguien a la hora de hacer el amor: te voy a obligar a que disfrutes este placer que estoy por darte, ¡y ay de ti si te resistes! Quienes hayan leído al Marqués de Sade saben de lo que estoy hablando, pero si creen que el Marqués de Sade enseñó el placer es que lo han leído muy mal. Sade no es un autor que enseñe placer alguno; lo que enseña, realmente, es el dolor. Desde luego, si la gente piensa, como en la antigüedad, que la letra con sangre entra, esta gente está más cerca de Sade que del auténtico placer, y nada hay peor que el mundo sea regido por la obligación y no por la libertad, aunque se haga en nombre del bien y la cultura.

16La lectura nos acerca no únicamente a los libros, sino sobre todo al ser de las cosas y de las personas, a la realidad y a la fantasía, al gravitar del mundo. Si leer libros sólo tuviera el único fin de leer libros sería grato tal vez, pero un tanto estéril. Por ello los que miden el beneficio de la lectura por el número de libros leídos cometen un gran error: creer que lo que vale es la cantidad y no la profundidad, la velocidad y no la sustancia. Mucho y más veloz no es necesariamente un binomio que resulte benéfico, a diferencia de la combinación entre lo selecto y lo moroso. En estos tiempos en los que incluso los afectos son triviales, compulsivos e instantáneos (como en Facebook), vale la pena hacer un homenaje a la lentitud. La lectura es, en gran medida, este homenaje, pues la formación intelectual y espiritual que permite el libro está muy lejos de la prisa y de las grandes cantidades. ¿Cuántos libros habrá leído en toda su vida el gran Montaigne? No creo que hayan sido más de quinientos (es decir, menos de diez libros por año, a lo largo de medio siglo), y esto es exagerando bastante; sin embargo, el pensamiento de Montaigne cala hondo y su educación literaria y filosófica es profunda y lentamente placentera. A Montaigne, en ningún momento le importa la celeridad, mucho menos la cantidad. Sabe que una persona puede adquirir una sensibilidad estupenda y desarrollar una aguda inteligencia con unos cuantos libros bien leídos y gozados, si tiene la costumbre de pensar. Que no nos hagan creer que más es mejor y que más rápido es lo óptimo. Pasar corriendo sobre las cosas, sobre la gente, sobre el mundo, no es la mejor manera de comprenderlos. Detenernos un poco para entender y para gozar es, sin duda, más benéfico. Pensemos un poco en que cuando los libros no eran tantos, como en la época de Montaigne o de Platón o de Aristóteles, había espléndidos pensadores que no se atormentaban ni se angustiaban por todo lo que no habían leído ni por todo lo que dejarían de leer al momento de su muerte, como hoy nos suele pasar a nosotros cuando estamos ante una atiborrada mesa de novedades de una gran librería. Hay cosas, y hay libros y hay personas, en los que ni siquiera vale la pena detenernos, y hay otras y otros en los que es preciso nuestra paciencia y nuestra amorosa dilación.

17La lectura siempre está para el que la necesita. Es falso del todo que la gente, en general, no tenga nada que leer. Hay tantos libros desperdigados por el mundo que aun en el quinto infierno podemos tropezarnos con uno que sea bueno. El problema no es que no haya que leer, sino que faltan las personas y los mecanismos cordiales para compartir la lectura. Hay quienes con buena voluntad, y con no mala intención, se proponen imponer la lectura a los de- más como una disciplina intransigente. Y hay quienes eligen los peores mejores libros para tratar de iniciar en la lectura a las más tiernas criaturas, que sufren el horror de no entender nada y de no disfrutar en absoluto. Hay que tener un poco de seso y de apertura mental: no son necesariamente los buenos libros (es decir los clásicos, las obras maestras, los libros inmortales) los más indicados para iniciar a los lectores, sino las buenas lecturas, y cuando decimos buenas lecturas nos referimos a las obras accesibles, quizá nada canónicas, un tanto cuanto triviales pero amenas, que pueden encender la llama de la pasión lectora a partir de una chispa que un libro sin pretensiones arrojó en nuestro entendimiento y en nuestra emoción. Incluso Walt Disney, como escribió Michèle Petit, ha hecho mucho por la lectura cuando, en el momento oportuno, abrió nuestros ojos a la imaginación y a la fantasía con publicaciones ilustradas y películas: Alicia en el País de las Maravillas, Pinocho, Fantasía, Peter Pan, Cenicienta, El libro de la selva, Dumbo, Blancanieves, etcétera. También las historietas y los clásicos ilustrados que siempre nos parecían poco clásicos y más cercanos al común de los mortales: La isla del tesoro, Oliver Twist, Robinson Crusoe, Veinte mil leguas de viaje submarino, Las minas del rey Salomón, La cabaña del tío Tom, Sandokan, El último mohicano, Viaje a la luna, Ivanhoe, y muchos más. ¿Por qué la lectura tendría que ser aburrida en aras de la presunta profundidad? ¿Por qué la lectura placentera y sencilla tendría que ser siempre superficial? Hay que saber distinguir lo que hay de fondo en estas dos preguntas necesarias.

18La lectura, voy a repetirlo porque creo que es necesario insistir, tendría que empezar por lo básico y no por los clásicos. Esta idea simple (no simplista) de la iniciación en la lectura, no ha sido comprendida ni aceptada por mucha gente. No es indispensable ni recomendable empezar por los buenos libros (las obras maestras de la literatura clásica universal), sino por las buenas lecturas, es decir, por los libros oportunos y aptos para los lectores que apenas empiezan. Ya vendrán luego los clásicos, con toda su grandeza de idioma y de profundidad espiritual e intelectual, con toda su complejidad y su carga de simbolismos y enigmas, y también, a veces, claro que sí, con toda su natural pedantería de los autores que se saben sabios. Pero si atormentamos a las tiernas criaturas con obras incomprensibles y tediosas para su edad y disposición, ¿por qué habría de sorprendernos que a la segunda página se duerman? Ya es tiempo de cuestionar los tópicos culturalistas de Vasconcelos y otros maravillosos hombres de letras y de pensamiento que, por una extraña razón, creyeron que llegaron al mundo mamando Shakespeare y Cervantes, y Platón y Plotino y Sófocles y Homero. Se olvidan que fueron, también, niños típicos, y los que no lo fueron –genios desde la infancia– no pertenecen al común de los mortales. No hay que despegar los pies de la realidad por mucho tiempo. Vivir en las nubes literarias o en la torre de marfil hace perder las perspectivas de las cosas y a veces nos vuelve asombrosamente tontos, en especial cuando nos sabemos inteligentes y nos creemos infalibles.

19La lectura es el cuento de nunca acabar, porque no tenemos que jugar a las carreras con nadie para demostrarle, y demostrarnos, que leemos más que ninguno. ¿A quién demonios tendría que importarle, sino a una persona vanidosamente superficial, el mayor récord de libros leídos? ¿Y para qué sirve este récord sino para ir por el mundo presumiendo que se han leído más libros que el vecino, pero denotando que por más libros que se hayan leído esto no salva al dueño del récord de ser un papanatas que se enorgullece con tan extraño motivo de orgullo? Igual podría ser el récord de más salchichas engullidas o de más hamburguesas tragadas. Pero Dios sabe que todavía existen personas en el mundo que creen que más equivale a mejor. (El consumismo les ha afectado el cerebro.) O a más alto, y olvidan que grandes escritores, artistas y personajes de la historia no alcanzaban el 1.60 de estatura. O a más rápido. Sí, hay quienes leen más rápidamente que otros, pero ello no quiere decir que disfruten el doble o el triple. ¿Acaso piensan que quien más disfruta sexualmente es quien consigue más y más rápidos orgasmos? ¿Más fuerte? ¿Quién puede ser más fuerte en lectura? Leer no es una competencia deportiva ni, por fortuna, una disciplina incluida en las justas olímpicas. Leer es una capacidad en la que es bueno ser hábil, pero en la que es mejor ser feliz, porque quien lee felizmente tendrá sin duda la habilidad para hacer buen uso de lo aprendido. Por eso leer es el cuento de nunca acabar.

20La lectura nos proporciona información, conocimientos, saber, habilidades, destrezas, interiorización y expansión del pensamiento, pero en realidad no leemos para esto. Leemos porque nos place (cuando realmente nos place) y el resultado es todo lo anterior más otras cosas. Pero leer no nos garantiza la sabiduría (el saber no es sabiduría cuando no sabemos qué hacer –para mejorarnos– con ese saber) ni la felicidad (hay legiones de lectores infelices).Tampoco nos garantiza la mejoría humana en su sentido ético y moral. Sin embargo, como en todo proceso educativo y cultural verdadero, la práctica de leer tiende al beneficio humano. Leen libros y letra impresa los hombres y las mujeres, no los animales ni los árboles; luego entonces es una capacidad que distingue a los humanos y que los hace más humanos. Mucha de nuestra humanidad se debe, precisamente, a la cultura escrita. Leer, como parte de la educación, la cultura y la evolución del pensamiento, tiene entre sus propósitos (declarados o no) una sociedad más inteligente y sensible formada con individuos más inteligentes y sensibles. Y, si son más inteligentes y sensibles, sociedad e individuos tendrán la capacidad de hacerse y cometer menos daño, de obrar en su beneficio y de no contribuir a la ruina de su especie y de su entorno. Este es, finalmente, el objetivo de toda educación humanística: hacer más humano al ser humano, hacerlo menos fiera, más dueño de su destino, menos hoja al viento, más capaz de advertir de qué es capaz.

21La lectura no nos salva de la barbarie ni de la ignominia, aunque, potencialmente, debería salvar- nos, pues si no es así, ¿qué prueba podríamos dar de haber sido transformados por ella? Aunque leer, en general, nos transfigura favorablemente, sabemos de grandes lectores y de grandes literatos, intelectuales y científicos que han sido o son, también, unos grandes mentecatos, unos cabrones para decirlo pronto, a quienes ni los libros ni el intelecto ni la ciencia les sirvieron para transformarlos en personas menos dañinas. Buenos escritores fascistas, destacados intelectuales reaccionarios, grandes científicos al servicio de la industria militar. Pero tampoco concluyamos que su mal- dad sea producto o resultado de los libros o de la ciencia. En realidad, no eran o no son personas tan inteligentes, pues no supieron o no saben usar su inteligencia (lo cual es más penoso que ser simplemente tontos) y por más libros que hayan leído o que lean no pudieron curar su estupidez, porque los libros, por lo demás, enseñan no sólo lo que contienen sino también lo que interpreta nuestra mente: es decir, muchas veces nos enseñan lo que queremos realmente que digan, pues los leemos con nuestros ojos y con nuestra mente, con todos nuestros sentidos, pero también con todos nuestros prejuicios o nuestra falta de ellos. Hay que tratar de comprender que los libros no son objetos mágicos, que por arte de hechicería transformarán personas inmorales en morales o antiéticas en éticas. No hay que esperar tanto de los libros, pues la forma de leer también es decisiva. No es lo mismo, por supuesto que no es lo mismo, la forma en que leyó Churchill a la forma en que leyó Hitler. Y, de todos modos, hay que tener cuidado con las generalizaciones. De casos particulares no se deben sacar conclusiones generales válidas para todos. Leer es un lujo para unos mientras que para otros es una necesidad.

22La lectura modifica nuestro pensamiento. A lo largo de la historia lo ha hecho incesantemente. Es obvio que somos unos sin lectura y que somos otros con ella. Con ella somos más conscientes de nuestra muerte y de la necesidad de dejar un testimonio que nos sobreviva, un testimonio de nuestro paso por la tierra. Esto es la lectura. Esto es la escritura. Sabemos que moriremos, pero algo nos dice que no moriremos del todo mientras alguien sea capaz de descifrar unos signos y regresarnos, por unos instantes al menos, al mundo de los vivos, es decir, al mundo de los lectores. La escritura es esto; la lectura es esto: señas de identidad para que otros las lean, las interpreten y vuelvan a nombrarnos. Los pueblos más primitivos, los ágrafos, sin escritura y sin lectura, no vivían ajenos del todo a la angustia de la muerte, pero ignoraban la forma más eficaz de com- batirla: nombrándola sobre la piedra, la arcilla, la piel o el papel. Si las palabras se las lleva el viento cuando hablamos, no es tan fácil que se las lleve cuando escribimos. Como en la celda del prisionero o en la isla del náufrago, nuestros signos dicen que aquí estuvimos y que confiamos en que alguien leería nuestros mensajes, y nuestra vida, así, no sería en vano.

23La lectura tiene, desde luego, algo más que un propósito consolador, pero sin duda también es un buen consuelo. Los libros nos acompañan, muchas veces, terapéuticamente, a lo largo de nuestra existencia. Nos dan calor si tenemos frío, nos prestan certezas ahí donde tenemos dudas y nos ayudan a formular las preguntas necesarias cuando lo único que tenemos son creencias o certidumbres. Nos ayudan a vivir con menos temores y con menos ignorancias. No resuelven toda nuestra vida, pero nos ayudan a resolverla. En realidad, no hay nada que nos evite el conflicto de vivir, ni siquiera los libros, pero éstos nos pueden dar algún norte y más de una alegría.

24La lectura no es una pócima que tomamos para librarnos de una vez y para siempre de nuestros fantasmas y nuestras debilidades y terrores. Se equivocan quienes dicen y creen que un buen lector no puede ser, al mismo tiempo, una mala persona. A lo largo de la historia, no pocos tiranos y criminales han sido déspotas ilustrados. Y eran ilustrados porque leían. Por mi parte, conozco a muchas malas personas, a no pocos canallas, que son lectores conspicuos y conozco, también, a malas personas que no frecuentan los libros. No hay que generalizar ni hay que decir mentiras des- de la comodidad de nuestro sentimiento autocomplaciente. Es obvio que necesitamos decir y creer que los lectores son, generalmente, personas buenas, nobles y virtuosas, pues de otro modo ¿qué diríamos de nosotros mismos?, ¿cuál sería nuestro argumento para concluir que leer es bueno? Es claro que los lectores nos consideramos, en general, buenos seres humanos y, por tanto, colegimos que esto se lo debemos absolutamente a los libros, a la cultura, a la educación. Ojalá que los libros, el arte, la cultura, la ciencia y la educación nos vacunaran o nos blindaran contra el mal y contra toda flaqueza de espíritu –sería lo deseable–, pero no concluyamos tan apresuradamente que basta con ser lectores para que obtengamos, en automático, una credencial de seres virtuosos. La virtud, como el amor, se aprende y se practica y no está únicamente en los libros. Por eso personas analfabetas pueden ser excelentes seres humanos y por ello, también, algunos eruditos, gente de gran cultura, de muchos y excelentes libros –leídos y escritos– pueden ser una terrible calamidad, gente a quien no soporta ni su propia familia y que muy desdichada ha de ser efectivamente –de esto no hay duda– si ella misma tiene que soportarse todos los días. Ya se ha dicho muchas veces, pero cuando tengamos la tentación de generalizar sobre las consecuencias absolutamente virtuosas de la lectura y de la cultura y el arte, recordemos a los nazis que conocían su Kant y su Goethe, su Rilke, su Bach y su Schubert, y que incluso los interpretaban con soltura y hasta con emoción, sin que ello les impidiera hacer daño y matar a otros seres humanos. Y ni siquiera encontraban contradicción en ello. Más bien, no le daban ninguna importancia.

25La lectura nos prodiga un universo que puede llegar a ser absorbente y, por lo mismo, excluyente de otras muchas cosas, pero lo maravilloso de la lectura es que lo mismo permite esto –que es la mejor descripción del lector perdidamente apasionado, sea profesional o no– que la otra posibilidad del lector que combina la felicidad que dan los libros con la felicidad, no menos atrayente, que brindan otros placeres y otros oficios y otros gustos. En el primer caso situamos a Borges, en el segundo caso a Marco Polo, y en alguno de estos polos se ubican y reconocen los lectores. Según lo prefiero yo, el oficio de leer no tiene por qué cerrarnos las puertas a otros oficios igualmente gratos; quien quiera vivir para una sola pasión, está bien si así es feliz (y nadie tiene derecho a impedírselo o a ponerle obstáculos en su decisión), pero quien desea la lectura como uno más entre otros ejercicios placenteros y apasionados, bien vale también: sabrá sacar provecho de su afición (más que de su hábito) y encontrará que los libros constituyen una vía, entre otras muchas, para maravillarnos. A Marco Polo le interesaban más los viajes, las aventuras y las excursiones a tierras ignotas que los libros, pero nos dejó un libro maravilloso en donde narra esas aventuras. Hay quienes dicen: “¿Qué lectores pueden ser esos que sólo leen un libro al mes?”. Para mí, que leo entre sesenta y setenta en un año, los lectores de doce libros anuales pueden ser excelentes lectores que a la vez son quizá excelentes cinéfilos, buenos bailarines, estupendos ajedrecistas y conversadores espléndidos, entre otras cosas más, como no lo soy yo. ¿Por qué ser, nada más, lectores de libros si podemos ser mucho más que eso? Hay otras muchas cosas en el mundo que son tan buenas como los libros, y en la medida en que renunciemos a ellas para sólo leer libros, nos las perdemos. Si esto es lo que queremos y no lo lamentamos, no hay nada que decir (cada quien es libre de sus gustos y sus elecciones), pero si a los libros les añadimos otras fuentes de conocimiento y placer, o bien a las muchas fuentes de conocimiento y placer les agregamos los libros, tal vez hallemos un mayor y más feliz equilibrio en todo. Ello sin contar que un omnívoro, en la historia natural de las especies, tiene muchas más ventajas que un frugívoro o un granívoro.

26La lectura nos mece, nos hamaca en un sueño del que, con frecuencia, no queremos despertar. Si no es sueño es ensueño, pero vigilia no es. Y hay que aprender a salir oportunamente de las páginas (como cuando aguantamos por mucho tiempo la respiración bajo el agua) para no ahogarnos. No hay que olvidar que afuera del libro está el mundo, que afuera de la ensoñación hay que abrir muy bien los ojos para preguntarnos, para cuestionarnos dónde estábamos. Mal asunto es confundir las ficciones con la realidad, aunque las ficciones sean capaces de enriquecer nuestras visiones de lo real. También la realidad enriquece nuestra imaginación y nuestra fantasía; si no fuera así no existirían los cuentos, las novelas, las fábulas, las epopeyas, los dramas, las comedias. Es bastante probable que Shakespeare no supiera tanto de Hamlet como sabemos hoy nosotros, porque nos ha dado la oportunidad de preguntarnos por él por más de cuatro siglos. Ello sólo ha sido posible porque los lectores, en las pausas de la lectura o en la suspensión final del libro, regresamos al mundo real y nos preguntamos si Hamlet se hacía el loco o si realmente estaba loco, o cuánta de esa locura es la del lector y la del mundo que reviven a Hamlet, a Ofelia, a Horacio, a Claudio, a Laertes y a los demás personajes cada vez que leemos o releemos, por enésima ocasión, ese libro de Shakespeare enloquecido y febril, lleno de miseria y de profundidad humanas.

27La lectura se ha vuelto demasiado importante, en el peor sentido, y hay que bajarla de su nube y ponerla, con nosotros, entre las cosas comunes. Basta de tanta altanería y tanto envanecimiento. Hay que mostrarles a los lectores que leer no es esa cosa tan grave con la que asustan los profesores a sus alumnos y con la que intimidan los eruditos a los legos. La lectura es algo que todos podemos hacer y que, de hecho, hacemos más de lo que imaginamos. Hay que dejar de segmentar a las personas entre lectoras y no lectoras, pues esto sólo conduce a creer o a hacer creer que únicamente son cultos los letrados, los sabios, los titulados, los gordos de importancia curricular, cuando en realidad el ejercicio de la lectura es un paso adelante en la alfabetización a la que todos tenemos derecho. Hay que darle seguridad al lector que se inicia o al lector en potencia, y no decirle que leer es una cosa tan endiabladamente imponente y grave que sólo la pueden dominar con soltura los académicos posgraduados y los sabihondos que todo el tiempo están parloteando sobre lo que leen.Tal vez Hegel se dificulte un poco, y no sólo a los que leen poco, sino incluso a los filósofos y a los lectores filosóficos, pero tampoco es indispensable que todo el mundo sea versado en Hegel. Hay millones de libros y una gran cantidad de autores que sólo les hablan a un sector del mundo y esto no quiere decir que los demás sectores estén compuestos por tontos contumaces y brutos insensibles; lo que realmente quiere decir es que hay cosas tan específicas –como dominar el urdu, el copto o saltar con pértiga– que están bien para unos, pero que no pasa nada si no las disfrutan todos.

28La lectura fija el pensamiento. No sólo el pensamiento del que escribe, sino también el pensamiento de quien lee. Escribir es cribar el pensamiento y dejar en la página lo esencial luego de desechar aquello que está de más; es emitir pero también omitir. Leer es, de alguna manera, participar en la escritura: quedarse con lo esencial y dejar pasar lo que sobra, lo que está de más para la individualidad de cada quien. Cabe decir que este ejercicio de creación y recreación es único e intransferible de cada lector: lo que es fundamental para uno, quizá no lo es para otro. Dos personas pueden leer el mismo libro y, sin embargo, llegar a diferentes conclusiones de lectura, en caso de que tenga que llegarse a alguna. Cada quien se lee en el libro que lee según sean su cultura, su disposición, sus ideas, su temperamento, sus juicios y sus prejuicios. Cada quien hace la lectura vital que lo configura y lo retrata; también cada quien se refracta en ella y lo que queda, después de leer, es lo que somos ante el lienzo personal, íntimo, que trazamos con cada autorretrato lector. Por ello es una tontería, una necedad, cuando no una idiotez, pedirles a todos los lectores que lleguen a las mismas conclusiones de lectura, especialmente cuando están frente a una novela, un cuento, un poema. Es aquí –en este tipo de lecturas imaginativas, fantásticas y subjetivas– donde encalla ese concepto mal explicado y mal entendido de la llamada “comprensión lectora”, un concepto que muchas personas son incapaces de comprender debido a que no saben que la lectura tiene distintas posibilidades de comprenderse. (Y no lo comprenden porque en realidad no saben leer ni les interesa la lectura. Lo que les interesa son las cifras, las estadísticas y, antes que nada, sus sueldos.)

29La lectura es importante, pero no leemos porque la lectura sea importante. Leemos porque, antes que nada, es placentera y es vital. Echar por delante la importancia de la lectura, difícilmente convencerá a alguien para que se convierta en lector. Hay muchas cosas que son “importantes”, según los convencionalismos sociales, y a pesar de ello no todas nos importan o, al menos, no consiguen que abandonemos cosas “menos importantes” para dedicar- nos a ellas. Lo que sucede es muy claro: cada quien atribuye importancia a las cosas de acuerdo con sus necesidades vitales. Leer puede ser muy importante para unos y muy poco importante para otros. Por ello, el calificar la lectura de importante es sólo un ejercicio político y educativamente correcto (nadie dirá, por supuesto, que leer no es importante), pero éste no es el mecanismo más adecuado para recomendar la lectura. Que algo sea importante para nosotros no implica que lo sea, o lo tenga que ser, para los demás. En cambio, si apelamos al placer y sabemos compartirlo, es bastante probable que el disfrute se vuelva importante, tan importante que resulte fundamental y necesario para afrontar el día a día, la cotidianidad. Gracias a ciertos gozos, a ciertos disfrutes, vale la pena la existencia, a veces tan llena de contrariedades y sufrimientos. Es obvio que el trabajo es importante para subsistir, pero también es obvio que, en posición de elegir, casi nadie elegiría el trabajo frente al placer, a menos que ese trabajo tenga también alguna fuente muy poderosa de placer. Leer, entonces y en conclusión, puede ser importante, según se trate de quien realice dicha tarea, pero pregonar la importancia abstracta de la lectura no es lo que conseguirá seducir a los potenciales lectores: hay que dar pruebas de que incluso siendo un ejercicio humano importante puede ser también altamente placentero.

30La lectura como signo de prestigio social se ha convertido en un cliché al que tenemos que combatir para que no termine siendo un obstáculo en nuestro proselitismo lector. No leemos en realidad para adquirir más prestigio social y, de hecho, por mucho que leamos no obtenemos ese prestigio sino equívocamente. En una sociedad que privilegia el consumo y la acumulación de bienes, ser lector es como ser desocupado, pues quienes se dedican a hacer negocios y dinero (y gozan, por tanto, de prestigio social) no tienen tiempo ni ganas de leer, es decir, no tienen tiempo para perderlo en la lectura. En una sociedad que mide el éxito individual de acuerdo con el éxito económico y confiere rangos en función del poder alcanzado, leer muchos libros puede constituir incluso una desviación en el camino recto del ser productivo. Leer sigue siendo una ocupación de vagos, pero es mejor mil veces reivindicar este amateurismo de la lectura que pregonar falsas concepciones del éxito social a partir de la cultura escrita. Cuando los millonarios y los magnates, cuando los políticos y los hombres de Estado, cuando las figuras públicas de toda laya se caractericen por ser lectores inveterados, entonces podremos validar el oficio de leer libros como signo de prestigio social. En tanto ello no sea así, hay que hablar con absoluta sinceridad sobre este tema: leen, sobre todo, quienes están más interesados en el placer y en el conocimiento que en los bienes materiales y el dinero, y su éxito en la lectura es casi siempre inversamente proporcional a su acumulación de fortuna económica y de éxito social. Se lee incluso contra ese éxito social y en medio del desdén que la sociedad mercantilista tiene por el libro y la lectura, independientemente de que los discursos políticos y económicos sentencien, con hipocresía, que el hábito de leer –aunque el hábito no haga al monje– nos hará exitosos. La sociedad está regida por personas exitosas que no se distinguen precisamente por leer libros. Y la mayor parte de los que tienen el poder económico y político no alcanzaron este estatus por su calidad de lectores.

31La lectura nos proporciona un solaz muy diferente del que nos dan otras actividades. Incluso si éstas son altamente placenteras, al leer comprendemos y sentimos de otra manera. Se ha dicho muchas veces: no somos los mismos antes de leer que después de leer, o al menos habría que esperar que no seamos los mismos. Sin embargo, no debemos olvidar que leer no se reduce a la decodificación del alfabeto y del lenguaje escrito que con él se efectúa. Leer es un verbo plural y una acción múltiple. Hay una diversidad lectora y debemos reivindicar la bibliodiversidad y la lectodiversidad como formas totalmente válidas en la adquisición de cultura y en el ejercicio del placer. Leemos en la pintura, leemos en la pantalla, leemos, de algún modo, incluso en los sonidos de la música y no sólo en los signos de la página pautada. Todo el tiempo estamos leyendo y leyéndonos. Pero lo que tiene de más profundo el acto de leer en el texto escrito es que nos permite dudar de lo que estamos leyendo. No dudamos, en cambio, cuando vemos una puesta de sol o cuando la lluvia nos empapa: sabemos que el sol es indudable y que la lluvia es incuestionable. Están y son más allá de lo que queramos. Al leer, reflexionamos sobre lo que dice la página (ya sea en el papel o en la pantalla), enmendamos mentalmente lo que nos parece equivocado o inexacto, a resultas de lo cual creamos otro texto u otra idea a partir del texto y de la idea que leemos. La lectura es, así, esencialmente, participativa y exige nuestra más profunda disposición. Por ello, cuando un libro o una página no nos interesan los dejamos, los abandonamos. No interesarnos por lo que no tiene atractivo para nosotros, ni satisfacción, ni seducción, es un derecho que nadie nos puede negar y al cual nosotros no debemos renunciar. No nos interesamos porque carecemos del deseo de penetrar en ese universo hecho de signos, de letras, de palabras, de ideas y emociones que no nos dicen nada porque no nos hablan a nosotros en particular. En cambio, cuando estamos interesados en lo que leemos, el principio del placer cobra su mayor sentido: el libro o la página nos atrapan y somos incapaces de resistirnos a la tentación de gozar la lectura. Sin duda, ninguna lectura es exactamente pasiva, ni siquiera la lectura de los sonidos o de las imágenes visuales, pues incluso en estas lecturas, y a partir de ellas, meditamos, pensamos, estamos de acuerdo o disentimos, pero en el caso de la lectura textual es indispensable una colaboración que nos convierte en coautores y no únicamente en escuchas o en espectadores. La reelaboración de las ideas y los sentimientos en el momento mismo en que leemos un texto nos demuestra que estamos teniendo un diálogo, y quizá incluso un debate, con el autor. Lo mismo en el acuerdo entusiasta que en la más enfática refutación, los lectores del texto somos los pares y los colaboradores del autor. No siempre se puede decir esto de quien escucha música, a menos que sea un melómano, ni de quien mira pintura, a menos que sea un experto en arte. Mucho menos se puede decir de alguien que observa una gran obra arquitectónica. Lo que hace más ecuménica y universal la función del lector textual es que sólo requiere estar alfabetizado y entender lo que lee, pero aun si no entiende del todo o sólo una mínima parte, ésta es suficiente para participar en el diálogo con el autor. El código común es la lengua; el medio de expresión, es la lengua escrita. No hace falta ser gramáticos, especialistas, académicos, eruditos o expertos en lengua o en lingüística para entablar el diálogo con el texto, es decir, con el autor: basta tan sólo compartir ese código común que, más allá de técnicas narrativas, dramáticas o poéticas, más allá de formatos y estrategias, se resuelve en ideas y en emociones que no nos son ajenas. Incluso el cine requiere, a veces, para el diálogo, si no un experto en este arte, sí al menos un cinéfilo. En cambio, la lectura del texto sólo exige que alguien alfabetizado esté dispuesto a leer.

32La lectura, aunque quiera medirse, es un bien intangible e inmensurable. Por eso su medida exacta no está en la cantidad de libros, páginas, palabras o caracteres leídos, sino en la forma en que enriquece nuestra vida. Podemos hacer indicadores y diseñar métodos estadísticos para la lectura, pero éstos no revelarán jamás lo más profundo de las consecuencias lectoras. Lo que podemos medir, de algún modo, con los números son justamente las consecuencias de la lectura, la cultura y la educación, que se traducen en un más amplio desarrollo sociocultural, mejores condiciones de vida y mayores capacidades y oportunidades intelectuales, lo que permite forjar una sociedad con mayor bienestar, más inteligente y, por tanto, menos egoísta, más solidaria, más libre, más justa y más tolerante.

33La lectura es, ante todo, un ejercicio pleno de libertad y, si queremos sumar a más personas a nuestro banquete, tenemos que echar mano de mecanismos creativos, sutiles, imaginativos, gratos, a fin de conseguir que el verbo leer recupere su sentido lúdico y generador de con- secuencias placenteras. No obligar a leer, sino compartir la lectura. No imponer los libros o los textos, sino ofrecer opciones de lectura en un ambiente donde la democracia y el ejercicio de la libertad comiencen, precisamente, con elegir lo que queremos disfrutar. Mientras no entendamos esto, seguiremos sin entender por qué mucha gente no lee o se resiste a leer.

Actividades:
Después de leer de forma cuidadosa y detallada, realiza las siguientes actividades:

1. Elabora el análisis de la lectura cada 3 párrafos.
2. Realiza la decodificación del texto con una representación mental o imágenes relacionadas, cada 4 párrafos.
3. Identifica el tema principal del texto y explicalo.
4. Elabora un mapa mental con la información del texto.
5. Encuentra por lo menos 10 inferencias. Explicalas.
6. Elabora por lo menos 10 ideas principales del texto.
7. Realiza un diagrama de clasificación jerárquica del texto.
8. Elabora la síntesis del texto, incluye el titulo y el autor en la redacción de la misma.
9. Realiza un ensayo de media cuartilla con el tema que identificaste de la lectura del texto.
10. Cuál es tu opinión personal del texto.
11. Realiza la conclusión del texto.





AGRADECIMIENTOS
Este librito es fruto de la conferencia magistral “La lectura como diálogo”, que sustenté en el Auditorio del Museo Torres Bicentenario, el 28 de junio de 2012, en Toluca –gracias a la gentil invitación del ingeniero Agustín Gasca Pliego–, como parte del ciclo de disertaciones en torno al libro y la lectura que organiza el Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal. Sin dicha invitación, este librito no existiría. Agradezco, pues, la convocatoria que lo hizo propicio y la iniciativa de convertirlo en libro para ampliar su público. Mi especial agradecimiento por el espléndido trabajo editorial y por las maravillosas ilustraciones, que dialogan con la palabra y la hacen más felizmente expresiva.
Cortesía: DR © Gobierno del Estado de México Palacio del Poder Ejecutivo


La lectura. Elogio del libro y alabanza del placer de leer, de Juan Domingo Argüelles, se terminó de imprimir en noviembre de 2012, en los talleres gráficos de Impresos Publicitarios y Comerciales, S.A. de C.V., Delfín Mza. 130 Lte. 14, col. Del Mar, delegación Tlahuac, C.P. 13270, México, D.F. El tiraje consta de tres mil ejemplares. Para su formación se usó la tipografía Adobe Calson Pro, de Carol Twombly, de la Fundidora Adobe Systems Inc. Concepto editorial: Félix Suárez, Hugo Ortíz e Irma Bastida Herrera. Formación y portada: Irma Bastida Herrera. Cuidado de la edición: Elisena Ménez Sánchez, Cristina Baca Zapata y el autor. Supervisión en imprenta: Juan Carlos Cué. Editor responsable: Félix Suárez.
La lectura. Elogio del libro y alabanza del placer de leer
© Primera edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México
DR © Gobierno del Estado de México Palacio del Poder Ejecutivo
Lerdo poniente núm. 300, colonia Centro, C.P. 50000, Toluca de Lerdo, Estado de México.
ISBN: 978-607-495-206-3
© Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal. 2012 www.edomex.gob.mx/consejoeditorial
Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 205/01/81/12 © Juan Domingo Argüelles Impreso en México

27 nov 2013

Ficción de Alice Munro

Ficción 

(un cuento completo de Alice Munro)


En exclusiva, publicamos el relato de Alice Munro Ficción, tomado del libro "Demasiada felicidad". Gentileza de la editorial Lumen / Random House Mondadori
Nobel de Literatura 2013



Lo mejor del invierno era volver a casa en el coche, después de
todo el día dando clases de música en los colegios de Rough River.
Ya había oscurecido, y en la parte alta del pueblo quizá estaba nevando
mientras la lluvia azotaba el coche por la carretera de la costa.
Joyce dejó atrás los límites del pueblo y se internó en el bosque, y
aunque era un bosque de verdad, con grandes abetos de Douglas y cedros,
cada cincuenta metros más o menos había una casa habitada.
Algunas personas tenían huertos; otras, ovejas o caballos, y había empresas
como la de Jon, que restauraba y hacía muebles. También ofrecían
servicios que se anunciaban junto a la carretera y en especial en
esa parte del mundo: cartas del tarot, masajes con hierbas, resolución
de conflictos. Algunos vivían en caravanas; otros se habían construido
casas, con tejado de paja y extremos de troncos, y otros, como Jon
y Joyce, estaban restaurando viejas casas de labranza.
Había algo especial que a Joyce le encantaba ver mientras volvía
a casa y entraba en su finca. En esa época mucha gente, incluso algunos
habitantes de las casas con techo de paja, estaban instalando lo
que llamaban puertas de patio, aun cuando, como Jon y Joyce, no tenían
patio. No solían ponerles cortinas, y los dos rectángulos de luz
parecían ser indicio o promesa de comodidad, de seguridad y abundancia.
Por qué era así, más que con las ventanas corrientes, Joyce
no lo sabía. Quizá se debiera a que la mayoría no servía solamente para
asomarse sino que se abrían directamente a la oscuridad del bosque y
a que exhibían el refugio del hogar con tanta ingenuidad. Gente cocinando
o viendo la televisión, de cuerpo entero; escenas que la seducían,
aunque sabía que las cosas no serían tan especiales dentro.
Lo que Joyce veía cuando entraba en el sendero de su casa, sin
pavimentar y encharcado, era el par de puertas de aquellas que había
colocado Jon enmarcando el interior resplandeciente y a medio hacer.
La escalera de mano, las estanterías de la cocina sin acabar, las escaleras
al descubierto, la cálida madera iluminada por la bombilla
que Jon colocaba para enfocar donde quisiera, dondequiera que estuviera
trabajando. Se pasaba el día trabajando en su cobertizo, y
cuando empezaba a oscurecer dejaba libre a la aprendiza y se ponía
con las obras de la casa. Al oír el coche de Joyce volvía la cabeza hacia
ella un momento, a modo de saludo. Normalmente tenía las manos
demasiado ocupadas para saludar con la mano. Sentada allí, con
los faros del coche apagados, recogiendo la compra o el correo que
tenía que llevar a casa, Joyce era feliz incluso por tener que recorrer
ese último trecho hasta la puerta, en medio de la oscuridad, el viento
y la lluvia fría. Se sentía como si se librase del trabajo cotidiano,
agobiante e inseguro, harta de ofrecer música a indiferentes y sensibles
por igual. Mucho mejor trabajar con la madera solo —no tenía
en cuenta a la aprendiza— que con las impredecibles crías humanas.
A Jon no le contaba nada de eso. No le gustaba oír a los que hablaban
de lo básico, delicado y respetable que era trabajar la madera.
Qué integridad, qué dignidad tenía.
Qué gilipollez, decía él.
Jon y Joyce se habían conocido en un instituto de una zona industrial
de Ontario. Joyce tenía el segundo coeficiente intelectual
más alto de su clase; Jon, el coeficiente intelectual más alto del cole-
gio y probablemente de la ciudad. Todos esperaban que ella llegara a
ser una brillante violinista —antes de que abandonara el violín por el
violoncello— y él, un científico impresionante, dedicado a unas tareas
difícilmente comprensibles en el mundo común y corriente.
En el primer año de universidad dejaron de ir a clase y se escaparon
juntos. Encontraron trabajitos aquí y allá, recorrieron el continente
en autobús, vivieron durante un año en la costa de Oregón, se
reconciliaron a distancia con sus padres, para quienes se había apagado
una luz en el mundo. A esas alturas ya no se los podía llamar hippies,
pero así era como los llamaban sus padres. Ellos no se consideraban
tales. No tomaban drogas, vestían de forma conservadora,
aunque un tanto desastrada, y Jon se empeñaba en afeitarse y en que
Joyce le cortara el pelo. Con el tiempo se cansaron de sus trabajos
temporales y mal pagados y pidieron dinero prestado a sus decepcionadas
familias para especializarse en algo y poder ganarse mejor la
vida. Jon aprendió carpintería y ebanistería y Joyce se sacó un título
para dar clase de música en los colegios.
El trabajo que encontró estaba en Rough River. Compraron
aquella casa en ruinas a un precio de risa e iniciaron una nueva fase
de su vida. Plantaron un jardín y empezaron a relacionarse con los
vecinos, algunos de los cuales seguían siendo auténticos hippies que
cultivaban pequeñas plantaciones de marihuana en pleno monte y
hacían collares de cuentas y sobrecitos de hierbas para vender.
A los vecinos les caía bien Jon, que seguía siendo flaco, de ojos
relucientes y egoísta pero siempre dispuesto a escuchar. Y era una
época en que la gente empezaba a acostumbrarse a los ordenadores,
que Jon comprendía y era capaz de explicar con paciencia. Joyce no
gozaba de tantas simpatías. Sus métodos para enseñar música se consideraban
demasiado apegados a las normas.
Joyce y Jon preparaban juntos la cena y bebían vino casero. (Jon
tenía un procedimiento para elaborar vino muy estricto y logrado.)
Joyce hablaba de las frustraciones y las situaciones cómicas del día.
Jon no hablaba mucho; le interesaba más cocinar. Pero cuando llegaba
la hora de cenar a lo mejor le hablaba a Joyce de un cliente que había
llegado, o de su aprendiza, Edie. Se reían de algo que había dicho
Edie, pero no con desprecio; Edie era como una mascota, pensaba a
veces Joyce. O como una niña. Aunque si hubiera sido una niña, su
hija, y hubiera sido como ella, estarían demasiado confusos y quizá
demasiado preocupados para reírse.
¿Por qué? ¿En qué sentido? Edie no era imbécil. Jon decía que no
era precisamente un genio de la carpintería pero que aprendía y recordaba
lo que le enseñaban. Y sobre todo no era una charlatana. Eso
era lo que más temía cuando se planteó el asunto de contratar un
aprendiz. Había un nuevo programa del gobierno, según el cual a él
le pagarían cierta cantidad por enseñar a una persona, y esa persona
cobraría lo suficiente para vivir mientras aprendía. Aunque al principio
Jon no parecía muy dispuesto, Joyce lo convenció. Ella pensaba
que tenían una obligación para con la sociedad.
Edie a lo mejor no hablaba mucho, pero cuando hablaba era rotunda.
—Me abstengo de drogas y alcohol —les dijo en la primera entrevista—.
Soy de Alcohólicos Anónimos y soy alcohólica en proceso
de recuperación. Nunca decimos que nos hemos recuperado, porque
nunca llegamos a hacerlo. No te recuperas, en toda tu vida. Tengo
una hija de nueve años, y como nació sin padre es responsabilidad
únicamente mía y mi intención es criarla como es debido. Quiero
aprender carpintería para mantener a mi hija y mantenerme a mí
misma.
Pronunciaba este discurso sentada al otro lado de la mesa de la
cocina, mirándolos fijamente, primero al uno después al otro. Era
una joven baja y robusta, que no parecía ni lo bastante mayor ni lo
bastante deteriorada para tener un pasado de gran disipación. Hombros
anchos, flequillo tupido, cola de caballo apretada, ni la más mínima
posibilidad de una sonrisa.
—Y otra cosa —añadió.
Se desabrochó y se quitó la blusa de manga larga. Debajo llevaba
una camiseta. Tenía los brazos, la parte superior del pecho y —cuando
se dio la vuelta— la parte superior de la espalda decorados con tatuajes.
Parecía que su piel se hubiese transformado en un traje, o quizá
en un tebeo con caras lascivas y tiernas al mismo tiempo, acosadas
por dragones, ballenas y llamas, demasiado intrincado o tal vez demasiado
horripilante para comprenderlo.
Lo primero que te preguntabas era si todo su cuerpo se habría
transformado de la misma manera.
—Es alucinante —dijo Joyce en el tono más neutro posible.
—Pues no sé si es alucinante, pero si hubiera tenido que pagarlo
habría costado un montón de dinero —contestó Edie—. Estuve metida
en eso durante un tiempo. Si se lo enseño es porque a algunas
personas les molestaría. O supongamos que hace calor en el cobertizo
y tengo que trabajar en camisa.
—A nosotros no —dijo Joyce mirando a Jon, que se encogió de
hombros.
Joyce le preguntó a Edie si le apetecía un café.
—No, gracias. —Edie se estaba poniendo la camisa—. Hay un
montón de gente en Alcohólicos Anónimos que parece vivir a base de
café. Y yo les digo, les digo: «¿Por qué cambiáis un mal hábito por
otro?».
—Es increíble —comentó Joyce más tarde—. Te da la sensación
de que digas lo que digas te soltará un sermón. No me he atrevido a
preguntar por la partenogénesis.
—Es fuerte —dijo Jon—. Eso es lo fundamental. Me he fijado
en sus brazos.
Cuando Jon dice «fuerte» se refiere simplemente a lo que esa palabra
significaba antes. Se refiere a que Edie puede levantar una viga.
Jon escucha CBC Radio mientras trabaja. Música, pero también
noticias, comentarios, llamadas de los radioyentes. A veces habla de
las opiniones de Edie sobre lo que han oído.
Edie no cree en la evolución.
(En un programa con participación del público varias personas
se oponían a lo que se enseñaba en los colegios.)
¿Por qué no?
—Bueno, porque en esos países de la Biblia —dijo Jon, y a continuación
adoptó el tono firme y monótono de Edie—, en esos países
de la Biblia hay un montón de monos y los monos estaban venga
a bajarse de los árboles y por eso a la gente se le metió en la cabeza la
idea de que los monos se bajaron de los árboles y se transformaron en
personas.
—Pero para empezar… —dijo Joyce.
—Eso no importa. Ni lo intentes. ¿Es que no conoces la primera
norma para discutir con Edie? No importa y cállate la boca.
Edie también estaba convencida de que las grandes compañías
farmacéuticas conocían la cura del cáncer pero tenían un acuerdo
con los médicos para guardarse la información por el dinero que ganaban
ellas y los médicos.
Cuando ponían el «Himno a la alegría» en la radio Edie obligaba
a Jon a apagarla porque era espantoso, como un funeral.
Además, pensaba que Jon y Joyce —bueno, en realidad Joyce—
no debían dejar botellas de vino a la vista en la mesa de la cocina.
—¿Y se tiene que meter en eso?
—Pues al parecer, eso cree.
—¿Cuándo inspecciona la mesa de nuestra cocina?
—Tiene que pasar por allí para ir al baño. No va a hacer pis entre
las matas.
—Pero no acabo de entender por qué tiene que meterse en…
—Y a veces entra a preparar unos bocadillos para los dos…
—¿Y qué? Es mi cocina. Nuestra cocina.
—Es que se siente amenazada por la priva. Es muy frágil todavía.
Es algo que ni tú ni yo podemos entender.
Amenaza. Priva. Frágil.
¿Cómo era posible que Jon empleara esas palabras?
Joyce debería haberlo entendido en aquel preciso instante, aunque
el mismo Jon estaba muy lejos de saberlo. Jon estaba empezando
a enamorarse.
Empezar a enamorarse. Eso sugiere cierto paso del tiempo, cierto
abandono; pero también se puede tomar como una aceleración, el
momento o el segundo en que te enamoras. Ahora Jon no está enamorado
de Edie. Tic, tac. Ahora lo está. Eso no se podía considerar probable
ni posible de ninguna manera, a menos que pensaras en que
de repente te parte un rayo, en una desgracia inesperada. El revés del
destino que deja a una persona impedida, la broma terrible que
transforma unos ojos claros en ojos ciegos.
Joyce se propuso convencerlo de que estaba equivocado. Jon tenía
tan poca experiencia con las mujeres… Ninguna, salvo con ella.
Siempre habían pensado que experimentar con diversas parejas era
pueril, que el adulterio era algo enrevesado y destructivo. Entonces
Joyce se lo planteó: ¿debería Jon haber tenido líos con otras mujeres?
Jon había pasado los oscuros meses de invierno encerrado en su
taller, expuesto a los efluvios de convencimiento de Edie. Era como
ponerse enfermo por falta de ventilación.
Edie lo volvería loco, si Jon seguía adelante y se la tomaba en serio.
—Ya lo había pensado —dijo Jon—. Quizá ya me he vuelto loco.
Joyce contestó que eso eran tonterías de adolescente, y lo hizo
sentirse desconcertado e impotente.
—Pero ¿quién te has creído que eres, un caballero de la Tabla Redonda?
¿O crees que te han dado una poción mágica?
Después dijo que lo sentía. Lo único que podían hacer era tomárselo
como un programa compartido, añadió. El valle de las sombras,
que algún día verían como un simple problema técnico en el
curso de su matrimonio.
—Nosotros sabremos solucionarlo —dijo Joyce.
Jon la miró con frialdad, pero con cierta gentileza.
—No hay ningún «nosotros» —replicó.
¿Cómo podía haber ocurrido algo semejante? Joyce se lo plantea a
Jon, a sí misma y después a los demás. Una aprendiza de carpintero
torpe de andares y de ideas, con pantalones anchos y camisas de franela
y —en invierno— un jersey grueso y sin gracia moteado de serrín.
Una cabeza que pasa lenta e inexorable de una estupidez o un
lugar común a otro y eleva cada paso a la categoría de ley universal.
Una persona así ha eclipsado a Joyce, con sus piernas largas, su cintura
fina y su larga trenza de pelo oscuro y sedoso. Con su inteligencia,
su música y el segundo coeficiente intelectual más alto.
—Creo que sé qué pasó —dice Joyce.
Esto es más adelante, cuando los días se han alargado y los contoneos
de los crinums refulgen junto a las cunetas. Cuando iba a dar
clase de música con gafas oscuras para ocultar unos ojos hinchados
de llorar y beber y en lugar de volver a casa después del trabajo iba a
Willingdon Park, donde esperaba que Jon fuera a buscarla, temiendo
que se suicidara. (Jon fue, pero solo una vez.)
—Creo que fue porque había hecho la calle —dijo—. Las pros-
titutas se hacen tatuajes por el negocio, los hombres se excitan con
esas cosas. No me refiero a los tatuajes, aunque, bueno, también, claro
que también se excitan con eso; me refiero al hecho de que se hayan
vendido. Tanta disponibilidad y tanta experiencia… Y encima
reformadas. Una María Magdalena de mierda, eso es lo que es. Y Jon
es tan crío sexualmente… Te dan ganas de vomitar.
Ahora tiene amigas con las que puede hablar así. Todas tienen
algo que contar. A algunas las conocía de antes, pero no como ahora.
Hablan en confianza, beben y se ríen hasta llorar. Dicen que no se lo
pueden creer. Los hombres. Las cosas que hacen. Es asqueroso, absurdo.
Increíble.
Y por eso es verdad.
Hablando así Joyce se siente bien, realmente bien. Dice que incluso
hay momentos en que le está agradecida a Jon, porque se siente
más viva que antes. Es terrible pero maravilloso. Un nuevo comienzo.
La verdad desnuda. La vida desnuda.
Sin embargo, al despertarse a las tres o las cuatro de la madrugada no
sabía dónde estaba. No en su casa. Ahora en la casa estaba Edie. Edie
y su hija y Jon. Era un cambio que la propia Joyce había apoyado,
pensando que a lo mejor Jon entraría en razón. Se mudó a un apartamento
de la ciudad, cuya dueña era una profesora que se había tomado
un año sabático. Se despertó en plena noche con las oscilantes
luces rosas del letrero del restaurante de enfrente que destellaban por
la ventana, iluminando los chismes mexicanos de la otra profesora.
Macetas con cactos, colgantes de ojo de gato, mantas de rayas del color
de la sangre seca. Toda la perspicacia de la borrachera y toda la euforia
expulsadas como un vómito. Aparte de eso, no tenía resaca. Al parecer
era capaz de beberse ríos de alcohol y despertarse seca como el
cartón, aplanada.
Su vida acabada. Una catástrofe como tantas otras.
Lo cierto era que seguía borracha, aunque se sintiera completamente
sobria. Corría el peligro de meterse en el coche e ir a la casa.
No de caerse a una cuneta, porque en tales ocasiones conducía tranquila
y despacio, sino de aparcar en el jardín frente a las oscuras ventanas
y gritarle a Jon que tenían que acabar con aquello.
Se acabó. No está bien. Dile que se marche.
¿Te acuerdas de cuando dormíamos en el prado y al despertarnos
las vacas estaban pastando a nuestro alrededor y no nos habíamos
dado cuenta de que ya estaban allí por la noche? ¿Te acuerdas de
que nos lavábamos en el arroyo helado? Recogíamos setas en la isla
de Vancouver, volvíamos en avión a Ontario y los vendíamos para
pagarnos el viaje cuando tu madre estaba enferma y creíamos que se
moría. Y decíamos, qué cosas, si ni siquiera somos drogatas, si solo
cumplimos una misión de amor filial.
Salió el sol y los espantosos colores mexicanos empezaron a agredirla,
intensificados, y al cabo de un rato se levantó, se lavó, se dio un
toque de colorete en las mejillas, se tomó un café, espeso como el barro,
y se puso ropa nueva. Se había comprado blusas ligeras, faldas
ondulantes y pendientes adornados con plumas multicolores. Iba a
dar clase de música a los colegios como una bailarina gitana o una camarera.
Se reía de todo y coqueteaba con todo el mundo. Con el
hombre que le preparaba el desayuno en la cafetería de abajo, con
el chico que le echaba gasolina al coche y con el empleado de Correos
que le vendía sellos. Tenía la vaga idea de que Jon se enteraría de lo
guapa, lo atractiva y lo feliz que estaba, de que todos los hombres
iban detrás de ella. En cuanto salía del apartamento se ponía a actuar,
y Jon era el espectador principal, si bien a distancia. Aunque Jon
nunca se había dejado deslumbrar por un aspecto llamativo ni por
los coqueteos, jamás había pensado que era eso lo que hacía atractiva
a Joyce. Cuando viajaban, en muchas ocasiones se las arreglaban con
la misma ropa para los dos: calcetines gruesos, vaqueros, camisas oscuras,
cazadoras.
Otro cambio.
Incluso con los chicos más jóvenes o más torpes a los que daba
clase, Joyce había adoptado un tono acariciador, desbordante de risas
y picardía; resultaba irresistiblemente estimulante. Estaba preparando
a sus alumnos para el concierto de fin de curso. Hasta entonces no
le entusiasmaba esa tarde de actuación en público; pensaba que obstaculizaba
el avance de los alumnos con aptitudes, que los empujaba
a una situación para la que no estaban listos. Tanto esfuerzo y tanta
tensión solo podían crear valores falsos. Pero aquel año se entregó a
todas y cada una de las facetas del espectáculo. El programa, la iluminación,
las presentaciones y, por supuesto, las actuaciones. Debería
ser divertido, aseguraba. Divertido para los estudiantes y divertido
para el público.
Naturalmente, contaba con que Jon asistiera. La hija de Edie era
uno de los intérpretes, de modo que Edie iría. Y Jon tendría que
acompañar a Edie.
La primera aparición de Jon y Edie como pareja ante el resto del
mundo. Su declaración. No podían eludirlo. Los cambios como el
suyo no eran insólitos, sobre todo entre la gente que vivía al sur de la
ciudad, pero ellos no eran precisamente gente común. El hecho de
que tales reajustes no escandalizaran a nadie no significaba que no
llamaran la atención. Había un período necesario de curiosidad antes
de que las cosas volvieran a su sitio y la gente se acostumbrase a la
nueva unión. Como hacían ellos, y entonces se veía a la pareja recién
creada en las tiendas hablando, o al menos saludando, a los abandonados.
Pero ese no era el papel que se imaginaba Joyce que desempeña-
ría observada por Jon y Edie —bueno, en realidad por Jon— la tarde
del concierto.
¿Qué se imaginaba? Sabe Dios. No se le pasó por la cabeza que
fuera a causarle a Jon tan buena impresión que él entraría en razón
cuando apareciera para recibir los aplausos del público al final del espectáculo.
No pensó que Jon fuera a morirse de la pena por su estupidez
cuando la viera feliz y deslumbrante, dominando la situación,
y no hecha un trapo y con ganas de suicidarse, pero sí algo no muy
diferente, algo que no era capaz de definir a pesar de que en el fondo
lo esperaba.
Fue el mejor concierto de todos los años. Todo el mundo lo dijo.
Decían que había tenido más fuerza. Más entretenido, pero con mayor
intensidad. Los chicos con un vestuario que armonizaba con la
música que interpretaban. Sus rostros maquillados de tal manera que
no parecían tan asustados ni abnegados.
Cuando Joyce salió al final llevaba una camisa larga de seda negra
que lanzaba destellos de plata al moverse. También pulseras y brillos
de plata en el pelo suelto. Con los aplausos se mezclaron varios
silbidos.
Jon y Edie no estaban entre el público.
2
Joyce y Matt van a dar una fiesta en su casa de North Vancouver. Es
para celebrar que Matt cumple sesenta y cinco años. Matt es neuro -
psicólogo y un buen violinista aficionado. Así conoció a Joyce, violoncelista
profesional y su tercera esposa.
—Mira a toda esa gente —no para de decir Joyce—. Desde luego,
son la historia de toda una vida.
Es una mujer delgada e inquieta con una mata de pelo del color
del estaño y una ligera joroba, debido a tanto mimar su gran instrumento
o simplemente a su costumbre de ser una amable oyente y
siempre dispuesta conversadora.
Están los colegas de universidad de Matt, por supuesto, los que
él considera amigos íntimos. Es un hombre generoso pero sincero, de
modo que lógicamente no todos los colegas entran en esa categoría.
Está su primera esposa, Sally, acompañada por su cuidadora. Sally sufrió
daños cerebrales en un accidente de tráfico cuando tenía veintinueve
años, de modo que es prácticamente imposible que sepa quién
es Matt o quiénes son sus tres hijos, ya mayores, o que esa es la casa
donde vivía cuando era joven y estaba casada. Pero mantiene intactos
sus agradables modales y le encanta conocer gente, aunque ya la haya
conocido hace quince minutos. Su cuidadora es una mujercita escocesa
muy arreglada que cada dos por tres explica que no está acostumbrada
a las fiestas ruidosas como esa y que no bebe mientras trabaja.
Doris, la segunda esposa de Matt, vivió con él menos de un año,
aunque estuvo casada con él durante tres. Ha ido con su pareja,
Louise, mucho más joven que ella, y la hija de ambas, a quien Louise
había dado a luz unos meses antes. Doris ha seguido siendo amiga
de Matt y sobre todo del hijo menor de Matt y Sally, Tommy, que era
lo bastante pequeño para quedar a su cuidado cuando estaba casada
con su padre. También están presentes los dos hijos mayores de
Matt, con sus hijos y las madres de sus hijos, aunque una de ellas ya
no está casada con el padre. Él va acompañado por su actual pareja y
el hijo de esta, que se está peleando con uno de los hijos de la misma
línea por ver a quién le toca subirse al columpio.
Tommy ha llevado por primera vez a su amante, Jay, que de momento
no ha dicho nada. Tommy le ha dicho a Joyce que Jay no está
acostumbrado a las familias.
—Lo compadezco —dice Joyce—. En realidad, antes yo tampoco
lo estaba.
Se ríe; apenas para de reírse mientras explica la situación de los
miembros oficiales y distantes de lo que Matt llama el clan. Ella no
tiene hijos, pero sí un ex marido, Jon, que vive en una ciudad fabril
de la costa que pasa por una mala racha. Lo había invitado a la fiesta,
pero no podía asistir. Bautizaban al nieto de su tercera esposa el
mismo día. Naturalmente, Joyce también había invitado a la esposa,
que se llama Charlene y regenta una panadería. Ella había escrito la
amable nota sobre el bautizo que llevó a Joyce a decirle a Matt que le
resultaba increíble que Jon se hubiera metido en la religión.
—Ojalá hubieran podido venir —dice tras explicarle todo esto a
un vecino. (Han invitado a los vecinos para que no se quejen del ruido)—.
Así yo también habría participado en estas complicaciones.
Hubo una segunda esposa, pero no tengo ni idea de adónde ha ido a
parar y creo que él tampoco.
Hay un montón de comida, que han cocinado Matt y Joyce y
que ha llevado la gente, y un montón de vino y de ponche de frutas
para los niños y de auténtico ponche que Matt ha preparado especialmente
para la ocasión, en recuerdo de los viejos tiempos, dice,
cuando la gente sabía beber de verdad. Asegura que lo habría metido
en un cubo de basura bien fregado, como hacían entonces, pero que
hoy en día a todo el mundo le daría aprensión bebérselo. De todos
modos, la mayoría de los adultos jóvenes ni lo tocan.
El jardín es grande. Hay críquet, para quien quiera jugar, y está
el disputado columpio de su infancia que Matt ha sacado del garaje.
Muchos de los niños solo han visto columpios en los parques y módulos
de plástico en los jardines traseros. Sin duda Matt es una de las
últimas personas de Vancouver que tiene un columpio de su infancia
y que vive en la casa en que se crió, una casa en Windsor Road, en la
ladera de Grouse Mountain, donde antes estaba la linde del bosque.
Ahora las viviendas no paran de amontonarse ladera arriba, la mayoría
como castillos con garajes gigantescos. Esta casa tendrá que desaparecer
un día de estos, dice Matt. Los impuestos son espantosos.
Tendrá que desaparecer, y un par de monstruosidades ocuparán su
lugar.
Joyce no se imagina su vida con Matt en otro sitio. Aquí siempre
pasan tantas cosas… Gente que viene y va, se deja cosas (niños incluidos)
y las recoge más tarde. El cuarteto de cuerda de Matt en el
estudio los domingos por la tarde, la reunión de la Hermandad Unitaria
en el salón los domingos por la noche, la planificación de la estrategia
del Partido Verde en la cocina. El grupo de lectura de teatro
dramatiza en la parte delantera de la casa mientras alguien desgrana
los detalles del drama de la vida real en la cocina (la presencia de Joyce
se requiere en ambos sitios). Matt y unos colegas de la facultad negocian
la estrategia en el estudio con la puerta cerrada.
Joyce comenta con frecuencia que Matt y ella raramente están
juntos a solas, salvo en la cama.
—Y él leyendo algo importante.
Mientras ella lee algo sin importancia.
Da igual. A Matt lo animan una cordialidad y un entusiasmo
que ella podría necesitar. Incluso en la universidad —donde se relaciona
con estudiantes de posgrado, colaboradores, posibles enemigos
y detractores— da la impresión de moverse en un torbellino difícil de
controlar. En su momento a Joyce todo aquello le había parecido reconfortante,
y probablemente se lo seguiría pareciendo, si tuviera tiempo
para verlo desde fuera. Probablemente se envidiaría a sí misma,
desde fuera. Quizá la gente la envidiaba, o al menos la admiraba,
pensando que encajaba tan bien con él, con todos sus amigos, obligaciones
y actividades, y naturalmente por su propia trayectoria pro-
fesional. Al verla nadie pensaría en que cuando llegó a Vancouver se
sentía tan sola que accedió a salir con el chico de la tintorería, diez
años demasiado joven para ella. Y después Matt la sacó del pozo.
En este momento está atravesando el césped con un chal en el
brazo para la anciana señora Fowler, la madre de Doris, la segunda
esposa y lesbiana tardía. La señora Fowler no puede estar sentada al
sol, pero a la sombra tiene escalofríos. Y en la otra mano lleva un vaso
de limonada recién hecha para la señora Gowan, la cuidadora de
Sally. A la señora Gowan le parece demasiado dulce el ponche para
los niños. No le permite a Sally que beba nada; podría derramárselo
sobre el bonito vestido o tirárselo a alguien si le da por ponerse traviesa.
A Sally no parece importarle que la priven de eso.
En el trayecto por el césped Joyce sortea un grupo de jóvenes
sentados en círculo. Tommy, su nuevo amigo, otros amigos a los que
ha visto con frecuencia en la casa y algunos a los que cree no haber
visto nunca. Oye decir a Tommy:
—No, no soy Isadora Duncan.
Todos se echan a reír.
Joyce comprende que deben de estar jugando a ese juego complicado
y esnob, tan de moda hace unos años. ¿Cómo se llamaba?
Cree que empezaba por B. Habría pensado que actualmente la gente
era demasiado antielitista para dedicarse a semejante pasatiempo.
Buxtehude. Lo ha dicho en alto.
—Estáis jugando al Buxtehude.
—Por lo menos has adivinado la B —dice Tommy, riéndose de
ella para que los demás también puedan reírse—. No, si mi belle mère
no es tonta. Pero es música. ¿No era músico Buxtahoody?
—Buxtehude recorrió ochenta kilómetros a pie para oír a Bach
tocar el órgano —responde Joyce con cierto mal humor—. Sí. Era
músico.
—Joder —dice Tommy.
Una chica del círculo se pone en pie y Tommy la llama.
—Oye, Christie. Christie. ¿No vas a seguir jugando?
—Ahora vuelvo. Voy a esconderme un rato entre los arbustos
con mi repugnante cigarrillo.
La chica lleva un vestido negro, corto y con volantes, que recuerda
una prenda de lencería o un camisón, y una chaquetita negra,
austera pero escotada. Pelo escaso y descolorido, rostro esquivo y descolorido,
cejas invisibles. A Joyce le desagrada inmediatamente. Una
de esas chicas cuya misión en la vida consiste en hacer que la gente se
sienta incómoda, piensa. Colándose —Joyce presume que debe de
haberse colado— en una fiesta en casa de unas personas a las que no
conoce pero a las que se cree con derecho a despreciar. Por su espontaneidad
y alegría (¿superficiales?) y su hospitalidad burguesa. (¿Se sigue
diciendo «burgués»?)
No es que los invitados no puedan fumar donde les apetezca. No
hay ningún cartelito latoso, ni siquiera dentro de la casa. Joyce nota
que le arrebatan gran parte de su alegría.
—Tommy —dice bruscamente—. Tommy, ¿te importaría llevarle
este chal a la abuela Fowler? Parece que tiene frío. Y la limonada es
para la señora Gowan. Ya sabes. La persona que está con tu madre.
No viene mal recordarle ciertas relaciones y responsabilidades.
Tommy se pone en pie rápidamente y con gesto cortés.
—Botticelli —dice, aliviándola del chal y el vaso.
—Perdón. No quería interrumpir el juego.
—De todos modos no se nos da nada bien —dice un chico a
quien Joyce conoce. Justin—. No somos tan listos como erais vosotros
antes.
—Eso es. Antes —dice Joyce. Momentáneamente perdida, sin
saber qué hacer ni adónde ir.
Están fregando los platos en la cocina. Joyce, Tommy y el nuevo amigo,
Jay. La fiesta ha terminado. La gente se ha marchado entre abrazos,
besos y alboroto, algunos con bandejas de comida para las que
Joyce no tiene sitio en la nevera. Han tirado ensaladas mustias, tartas
de nata y huevos picantes. De todos modos, pocos huevos picantes
han comido. Trasnochados. Demasiado colesterol.
—Una lástima, con el trabajo que han dado. A lo mejor a la gente
le han recordado las cenas de la iglesia —dice Joyce vaciando un
plato entero en el cubo de la basura.
—Mi abuela los hacía —dice Jay.
Son las primeras palabras que le ha dirigido a Joyce, y ella ve la
expresión agradecida de Tommy. Ella también está agradecida, a pesar
de que Jay la haya incluido en la categoría de su abuela.
—Nosotros hemos comido unos cuantos y estaban buenos
—dice Tommy.
Jay y él llevan al menos media hora trajinando con Joyce, recogiendo
los vasos, platos y cubiertos que había diseminados por la
hierba, la galería y toda la casa, incluso en los sitios más curiosos,
como en las macetas y bajo los cojines del sofá.
Los chicos —ella los considera chicos— han llenado el lavaplatos
con más maña de la que habría tenido ella, rendida como está, y
han llenado los fregaderos, uno con agua caliente y jabón y el otro
con agua fría para enjuagar los vasos.
—Podríamos dejarlos para cuando pongamos en marcha el lavaplatos
otra vez —ha dicho Joyce, pero Tommy se ha negado.
—No se te ocurriría meterlos en el lavaplatos si todo lo que has
tenido que hacer hoy no te hubiera hecho perder el juicio.
Jay friega, Joyce seca y Tommy recoge. Aún recuerda dónde va
cada cosa en esa casa. En el porche Matt mantiene una enérgica con-
versación con un señor del departamento. Al parecer no está tan borracho
como daban a entender los múltiples abrazos y las prolongadas
despedidas de hace un rato.
—Es posible que haya perdido el juicio —dice Joyce—. De momento
lo que me pide el cuerpo es librarme de todo esto y comprarlo
de plástico.
—El síndrome posfiesta —asegura Tommy—. Lo conocemos
muy bien.
—¿Y quién es esa chica del vestido negro? —pregunta Joyce—.
La que ha dejado de jugar.
—¿Christie? Debes de referirte a Christie. Christie O’Dell. Es la
mujer de Justin, pero conserva su apellido. Conoces a Justin, ¿no?
—Claro que conozco a Justin. Lo que no sabía es que estuviera
casado.
—Hay que ver qué mayores se hacen todos —dijo Tommy, burlón—.
Justin tiene treinta años —añade—. Probablemente ella es
mayor.
—Mucho mayor, desde luego —dice Jay.
—Tiene un aspecto interesante esa chica —dice Joyce—. ¿Có -
mo es?
—Es escritora. Está bien.
Inclinándose sobre el fregadero, Jay hace un ruido que Joyce no
sabe interpretar.
—Es muy dada a mantener las distancias —dice Tommy dirigiéndose
a Jay—. ¿O me equivoco? ¿A ti qué te parece?
—Se cree la hostia —contesta Jay con toda claridad.
—Bueno, acaba de publicar su primer libro —dice Tommy—.
No me acuerdo del título. Es como de manual de instrucciones. No
me parece buen título. Cuando sacas tu primer libro, supongo que
eres la hostia por una temporada.
Al pasar ante una librería de Lonsdale unos días más tarde, Joyce ve
la cara de la chica en un cartel. Y allí está su nombre, Christie O’-
Dell. Lleva sombrero negro y la misma chaquetita negra de la fiesta.
Entallada, austera, muy escotada. Aunque prácticamente no tiene
nada de lo que presumir en esa zona. Mira directamente a la cámara,
con su mirada sombría, herida, vagamente acusadora.
¿Dónde la ha visto Joyce? En la fiesta, claro. Pero incluso entonces,
con su rechazo probablemente injustificado, tuvo la sensación de
que conocía aquella cara.
¿Una alumna? Había tenido tantos alumnos en sus tiempos…
Entra en la librería y compra un ejemplar del libro. Cómo hemos
de vivir. Sin signos de interrogación. La mujer que se lo ha vendido
dice: «Y si lo trae el viernes por la tarde, entre las dos y las cuatro, la
autora estará aquí para firmárselo. No arranque la etiqueta dorada
para que se vea que lo ha comprado aquí».
Joyce nunca ha llegado a comprender eso de hacer cola para ver
unos momentos al autor y después marcharse con el nombre de un
desconocido escrito en tu libro. Así que murmura algo cortésmente,
sin dar a entender ni sí ni no.
Ni siquiera sabe si leerá el libro. De momento tiene a medias un
par de buenas biografías que sin duda son más de su gusto.
Cómo hemos de vivir es una colección de relatos, no una novela.
Eso ya supone una decepción. Parece mermar la autoridad del libro,
da la impresión de que la autora se queda a las puertas de la literatura
en lugar de encontrarse acomodada dentro.
Sin embargo, Joyce se lleva el libro a la cama esa noche y consulta
el índice con diligencia. En mitad de la lista le llama la atención un
título.
—«Kindertotenlieder».
Mahler. Terreno conocido. Más tranquila, va a la página indicada.
Alguien, probablemente la autora, ha tenido el sentido común de
poner una traducción.
«Canciones a la muerte de los niños.»
Matt resopla a su lado.
Joyce sabe que no está de acuerdo con algo de lo que lee y que le
gustaría que ella le preguntara qué es. Así que se lo pregunta.
—Por Dios. Menudo imbécil.
Joyce deja Cómo hemos de vivir boca abajo sobre su pecho y hace
unos ruiditos para demostrar que le está prestando atención a Matt.
En la contracubierta del libro aparece la misma foto de la autora,
en esta ocasión sin sombrero. Igualmente adusta, y huraña, pero un
poco menos pretenciosa. Mientras Matt habla, Joyce mueve las rodillas
para apoyar el libro sobre ellas y leer las pocas frases de la nota
biográfica de la cubierta.
Christie O’Dell se crió en Rough River, un pueblo de la costa
de la Columbia Británica. Cursó el Programa de Escritura Creativa de
la Universidad de la Columbia Británica. Vive en Vancouver, Columbia
Británica, con su marido, Justin, y su gato, Tiberius.
Después de explicarle en qué consiste la imbecilidad de su libro,
Matt levanta la vista para mirar el libro de Joyce y dice:
—Esa chica estuvo en nuestra fiesta.
—Sí. Se llama Christie O’Dell. Es la mujer de Justin.
—¿Y ha escrito un libro? ¿De qué?
—De ficción.
—Ah.
Matt reanuda la lectura pero al cabo de un momento con un
dejo de arrepentimiento, le pregunta:
—¿Está bien?
—Todavía no lo sé. «Ella vivía con su madre —lee Joyce—, en
una casa entre las montañas y el mar…»
Nada más leer esas palabras se siente demasiado incómoda para
seguir leyendo. O para seguir leyendo con su marido al lado. Cierra
el libro y dice:
—Creo que me voy abajo un rato.
—¿Te molesta la luz? Estaba a punto de apagarla.
—No. Creo que me apetece un té. Ahora te veo.
—Probablemente me quedaré dormido.
—Entonces, buenas noches.
—Buenas noches.
Joyce le da un beso y coge el libro.
Ella vivía con su madre en una casa entre las montañas y el mar. Antes
había vivido con la señora Noland, que tenía una casa de acogida.
El número de niños que había en la casa cambiaba de vez en cuando,
pero siempre eran demasiados. Los pequeños dormían en una cama
en medio de la habitación y los mayores en catres a ambos lados de la
cama para que los pequeños no se cayeran. Sonaba una campana para
despertarlos por la mañana. La señora Noland se quedaba en la puerta
y tocaba la campana. Cuando volvía a tocarla tenías que haber hecho
pis, haberte lavado y estar vestido y listo para desayunar. Después
los mayores debían ayudar a los pequeños a hacer las camas. A
veces los pequeños del centro habían mojado la cama porque les costaba
trabajo salir a cuatro patas por encima de los mayores. Algunos
mayores se chivaban pero otros eran más amables y se limitaban a tirar
de las sábanas y a dejarlas secar, y a veces cuando volvías a la cama
por la noche no estaban del todo secas. Eso era casi todo lo que recordaba
de la casa de la señora Noland.
Después se fue a vivir con su madre, y todas las noches su madre
la llevaba a una reunión de Alcohólicos Anónimos. Tenía que llevarla
porque no había nadie con quien dejarla. En Alcohólicos Anónimos
había una caja de Lego para que jugaran los niños pero a ella no le
gustaban mucho los Lego. Cuando empezó a estudiar violín en el colegio
la madre se llevaba el violín a Alcohólicos Anónimos. Aunque
allí no le permitían tocar, no podía perderlo de vista porque era del
colegio. Si la gente se ponía a hablar muy alto ella ensayaba bajito.
Las clases de violín eran en el colegio. Si no querías tocar un instrumento
podías tocar el triángulo, pero la profesora prefería que tocaras
algo más potente. La profesora era una mujer alta de pelo castaño
que normalmente llevaba recogido en una larga trenza que le
caía por la espalda. No olía como las demás profesoras. Algunas se
ponían perfume, pero ella nunca. Olía a madera o a estufa o a árboles.
Más adelante la niña pensó que el olor era a cedro machacado.
Cuando la madre de la niña empezó a trabajar para el marido de la
profesora olía a lo mismo, pero no exactamente igual. La diferencia
parecía consistir en que su madre olía a madera y la profesora olía a
la madera de la música.
La niña no estaba muy dotada pero trabajaba mucho. No lo hacía
porque le gustara la música. Lo hacía por amor a la profesora,
nada más.
Joyce deja el libro en la mesa de la cocina y vuelve a mirar el retrato
de la autora. ¿Tiene algo de Edie esa cara? Nada. Nada, ni en los rasgos
ni en la expresión.
Se levanta y coge el brandy; se pone un poco en el té. Intenta hacer
memoria del nombre de la hija de Edie. Christie no, desde luego.
No recordaba que Edie la hubiera llevado nunca a la casa. En el colegio
había entonces varios niños que estudiaban violín.
La niña no debía de carecer por completo de aptitudes, pues Joyce
la habría derivado hacia algo menos difícil que el violín. Pero no
estaría muy dotada —bueno, eso es lo que pasaba, no estaba do ta -
da— de lo contrario a Joyce se le habría quedado su nombre.
Un rostro sin expresión. Una borrosa puerilidad femenina. Aunque
había algo que Joyce reconoció en el rostro de la chica, la mujer,
adulta.
Era probable que hubiese ido a la casa si Edie estaba ayudando a
Jon un sábado. O incluso en aquellos días en los que Edie se presentaba
como una especie de visita, no para trabajar sino para ver cómo
iba el trabajo, echar una mano en caso necesario. Plantificarse a mirar
lo que quiera que estuviera haciendo Jon y meterse en cualquier
conversación que pudiera tener con Joyce en su valioso día libre.
Christine. Claro. Eso era. Fácil de cambiar por Christie.
Christine debía de estar de alguna manera al tanto del noviazgo;
Jon debía de pasarse por el apartamento, al igual que Edie se pasaba
por la casa. Quizá Edie había sondeado a la niña.
¿Qué te parece Jon?
¿Qué te parece la casa de Jon?
¿No estaría bien irse a vivir a casa de Jon?
Mamá y Jon se gustan mucho, y cuando dos personas se gustan
mucho quieren vivir en la misma casa. Tu profesora de música y Jon
no se gustan tanto como mamá y Jon, así que mamá, Jon y tú viviréis
en casa de Jon y tu profesora de música se irá a vivir a un apartamento.
Todo eso era absurdo; Edie jamás soltaría semejantes chorradas,
reconócelo.
Joyce cree saber qué sesgo tomará la historia. La niña hecha un
lío con los asuntos y los engaños de los adultos, zarandeada de acá
para allá. Pero cuando vuelve a coger el libro descubre que apenas se
menciona el cambio de vivienda.
Todo gira alrededor del amor de la niña por la profesora.
El jueves, el día de la clase de música, es el día memorable de la
semana; su felicidad o desdicha depende del éxito o el fracaso de la interpretación
de la niña y de la atención que la profesora preste a la
interpretación. Ambas cosas son casi insoportables. Aunque la voz de
la profesora fuera controlada, bondadosa y bromista para disimular
su desánimo y su decepción. La niña se siente fatal. O la profesora de
repente parece contenta y de buen humor.
—Muy bien. Muy bien. Hoy sí que has dado la talla.
Y la niña se siente tan feliz que tiene retortijones en las tripas.
Luego llega el jueves en que la niña tropieza en el patio del recreo
y se hace un arañazo en la rodilla. La profesora limpiando la herida
con un paño húmedo y templado, con voz repentinamente dulce
asegurando que eso se merece algo especial al tiempo que se
acerca al cuenco de los Smarties con que anima a los niños más pequeños.
—¿Cuál prefieres?
La niña, abrumada, dice:
—Cualquiera.
¿Es el comienzo de un cambio? ¿Es por la primavera, los preparativos
del concierto?
La niña se siente única. Va a ser solista. Eso significa que tiene
que quedarse después de clase los jueves para ensayar, así que no puede
coger el autobús escolar para salir de la ciudad hasta la casa donde
viven su madre y ella. La lleva la profesora en su coche. Por el camino
le pregunta si está nerviosa por el concierto.
Un poco.
Pues entonces, dice la profesora, tiene que acostumbrarse a pensar
en algo muy bonito. Como un pájaro cruzando el cielo. ¿Qué pájaro
prefiere?
Otra vez las preferencias. La niña no puede pensar, no puede
pensar en ningún pájaro. Y suelta:
—¿Un cuervo?
La profesora se ríe.
—Vale. Vale. Piensa en un cuervo. Justo antes de empezar a tocar
piensa en un cuervo.
Después, quizá para contrarrestar la risa, al percibir la humillación
de la niña, la profesora propone que vayan a Willingdon Park a
ver si el puesto de helados está abierto para el verano.
—¿No se preocupan si no vuelves enseguida a casa?
—Saben que estoy con usted.
El puesto de helados está abierto, pero tiene una oferta muy limitada.
Todavía no han llevado los sabores más fascinantes. La niña
elige la fresa; esta vez tenía la respuesta preparada con gran agitación
y dicha. La profesora escoge la vainilla, como muchos adultos. Sin
embargo, bromea con el dependiente y le dice que como no se dé prisa
en llevar ron con pasas empezará a caerle mal.
Quizá sea entonces cuando se produce otro cambio. Al oír a la
profesora hablar de esa manera, con descaro, casi como hablan las
chicas mayores, la niña se tranquiliza. A partir de aquel momento se
siente menos atenazada por la adoración, pero completamente feliz.
Van en el coche hasta el muelle para ver los botes amarrados, y la profesora
dice que siempre ha querido vivir en una casa flotante. A que
sería divertido, dice, y naturalmente, la niña le da la razón. Señalan
la que escogerían. Es de factura casera, y está pintada de azul claro,
con una hilera de ventanitas en las que hay macetas de geranios.
Eso las lleva a una conversación sobre la casa donde vive actualmente
la niña, la casa donde vivía la profesora. Y después, en sus viajes
en coche, vuelve a surgir el tema con frecuencia. La niña cuenta
que le gusta tener un dormitorio para ella sola pero no le gusta lo os-
curo que está fuera. A veces cree oír animales salvajes cerca de su ventana.
—¿Qué animales salvajes?
Osos, pumas. Su madre dice que están en el bosque y que nunca
llegan hasta allí.
—¿Te metes corriendo en la cama de tu madre cuando los oyes?
—Se supone que no debo.
—¡Dios mío! ¿Por qué?
—Está Jon.
—¿Qué dice Jon de los osos y los pumas?
—Dice que solo son ciervos.
—¿Se enfadó con tu madre por lo que ella te había dicho?
—No.
—Me imagino que no se enfada nunca.
—Una vez se enfadó un poco. Cuando mi madre y yo le tiramos
todo su vino al fregadero.
La profesora dice que es una lástima tener siempre miedo del
bosque. Se puede pasear por allí, dice, sin que te molesten los animales
salvajes, sobre todo si haces algún ruido, cosa que normalmente
haces. Ella conoce los senderos más resguardados y los nombres de
todas las flores silvestres que están a punto de salir. Violetas de perro.
Trilios. Violetas moradas y colombinas. Lirios de chocolate.
—Creo que se llaman de otro modo, pero a mí me gusta llamarlas
lirios de chocolate. Es un nombre delicioso. No tiene nada que
ver con el sabor, por supuesto, sino con el aspecto. Parecen de chocolate
con un trocito morado, como moras machacadas. No abundan
pero yo sé dónde hay unos cuantos.
Joyce vuelve a dejar el libro. Ahora, ahora comprende el giro, presiente
el horror que se avecina. La niña inocente, la adulta enfermiza
y astuta, esa seducción. Debería haberlo sabido. Todo muy de moda
hoy en día, algo prácticamente obligatorio. Los bosques, las flores de
primavera. Aquí era donde la autora injertaba su odiosa ficción en la
gente y la situación que había sacado de la vida real, demasiado perezosa
para inventar pero no para difamar.
Porque una parte era verdad, desde luego. Joyce recuerda cosas
que había olvidado. Llevar a Christine a casa con el coche, sin pensar
jamás en ella como Christine sino como la hija de Edie. Recuerda
que no podía entrar en el jardín para dar la vuelta, que siempre dejaba
a la niña junto a la carretera y que después seguía unos trescientos
metros para buscar un sitio donde girar. No recuerda nada del helado.
Pero había una casa flotante exactamente como la que estaba
amarrada en el muelle. Incluso las flores, y el artero interrogatorio a
la niña; eso podía ser verdad.
Joyce tiene que continuar. Le gustaría servirse más brandy, pero
tiene ensayo a las nueve de la mañana.
Nada por el estilo. Ha vuelto a equivocarse. Los bosques y los lirios
de chocolate desaparecen del relato, el concierto apenas se menciona.
El colegio acaba de terminar. Y la mañana del domingo de la última
semana la niña se despierta temprano. Oye la voz de la profesora en
el jardín y se acerca a la ventana de su habitación. La profesora está
en su coche, con la ventanilla bajada, hablando con Jon. El coche lleva
un pequeño remolque. Jon va descalzo, con el torso desnudo, solamente
con los vaqueros. Llama a la madre de la niña, que sale por
la puerta de la cocina y da unos pasos por el jardín, pero no llega hasta
el coche. Lleva una camisa de Jon a modo de bata. Siempre lleva
manga larga para ocultar los tatuajes.
La conversación es sobre algo del apartamento que Jon promete
recoger. La profesora le lanza las llaves. Después, quitándose la pala-
bra de la boca el uno al otro, Jon y la madre de la niña insisten para
que se lleve otras cosas. Pero la profesora se ríe desabridamente y
dice: «Todo vuestro». Enseguida Jon dice: «Vale. Hasta pronto», y la
profesora repite: «Hasta pronto», y la madre de la niña no dice nada
audible. La profesora se ríe como antes y Jon le indica cómo dar la
vuelta en el jardín con el coche y el remolque. La niña ya está corriendo
escaleras abajo en pijama, aunque sabe que la profesora no
está de humor para hablar con ella.
—Acaba de irse —dice la madre de la niña—. Tenía que coger el
ferry.
Se oye un bocinazo, Jon levanta una mano. Después cruza el jardín
y le dice a la madre de la niña: «Ya está».
La niña pregunta si la profesora va a volver y Jon dice:
—No creo.
Lo que ocupa otra media página es la cada vez más clara comprensión
de la niña de lo que ha ocurrido. A medida que se hace mayor
recuerda ciertas preguntas, el sondeo en apariencia casual. Información
—en realidad bastante inútil— sobre Jon (a quien ella no
llama Jon) y su madre. ¿A qué hora se levantaban por la mañana?
¿Qué les gustaba comer? ¿Cocinaban juntos? ¿Qué oían en la radio?
(Nada. Habían comprado una televisión.)
¿Qué se proponía la profesora? ¿Esperaba oír cosas desagradables?
¿O solo anhelaba oír lo que fuera, estar en contacto con alguien
que dormía bajo el mismo techo, comía en la misma mesa, estaba
junto a esas dos personas a diario?
Eso es lo que la niña nunca sabrá. Lo que sí sabe es lo poco que
importaba ella, cómo se había manipulado su cariño, hasta qué punto
era una pobre inocentona. Y eso la llena de amargura, claro que sí.
De amargura y orgullo. Se considera una persona a la que jamás volverán
a tomar el pelo.
Sin embargo, ocurre algo. Y he aquí el final inesperado. Su opinión
sobre la profesora y esa época de su infancia cambia un buen
día. No sabe ni cómo ni cuándo, pero se da cuenta de que ya no cree
que esa época fuera una mentira. Piensa en la música que tan dolorosamente
aprendió a tocar (por supuesto la dejó, incluso antes de la
adolescencia). El empuje de sus esperanzas, las rachas de felicidad, los
nombres curiosos y encantadores de las flores del bosque que nunca
llegó a ver.
El amor. Lo agradecía. Casi parecía que tuviera que producirse
un ahorro aleatorio y, por supuesto, injusto en los gastos emocionales
del mundo, como si la gran felicidad de una persona —aunque fuera
pasajera y endeble— pudiera derivar de la gran infelicidad de otra.
Pues sí, piensa Joyce. Sí.
El viernes por la tarde Joyce va a la librería. Lleva su libro para que se
lo firmen, y también una caja pequeña de Le Bon Chocolatier. Se
pone en la cola. Le sorprende un poco ver cuánta gente ha ido. Mujeres
de su edad, mujeres mayores y más jóvenes. Unos cuantos hombres,
todos más jóvenes, algunos acompañando a sus novias.
La señora que le vendió el libro la reconoce.
—Me alegro de volver a verla —dice—. ¿Ha leído la crítica del
Globe? ¡Caray!
Joyce está aturdida, incluso tiembla un poco. Le cuesta trabajo
hablar.
La señora pasa junto a la cola, explicando que la autora solo puede
firmar los ejemplares comprados en esa librería, que no aceptan
cierta antología en la que aparece uno de los relatos de Christie
O’Dell y que lo lamenta.
Joyce tiene delante una señora alta y ancha y no consigue ver a
Christie O’Dell hasta que la mujer se inclina para poner el libro so-
bre la mesa de firmas. Entonces ve a una joven completamente distinta
de la chica del cartel y de la chica de la fiesta. Ha desaparecido
el conjunto negro, también el sombrero negro. Christie O’Dell lleva
una chaqueta de brocado de seda rosa oscuro, con diminutas cuentas
doradas cosidas a las solapas. Debajo, una delicada camisola rosa.
Lleva el pelo recién teñido de dorado, aros de oro en las orejas y
una cadena de oro fina como un cabello alrededor del cuello. Sus labios
brillan como pétalos de flor y los párpados están sombreados de
ocre.
En fin…, ¿quién querría comprar un libro escrito por un quejica
o un fracasado?
Joyce no tiene pensado qué va a decir. Confía en que se le ocurra
algo.
La dependienta vuelve a hablar.
—¿Ha abierto el libro por la página donde quiere la firma?
Joyce tiene que dejar la caja para hacerlo. Nota una palpitación
en la garganta.
Christie O’Dell levanta la vista y la mira, le sonríe; una sonrisa
de refinada cordialidad, de distanciamiento profesional.
—¿Cómo se llama?
—Joyce. Con eso vale.
El tiempo pasa con mucha rapidez.
—¿Nació usted en Rough River?
—No —dice Christie O’Dell un tanto fastidiada o al menos más
apagada—. Viví allí una temporada. ¿Pongo la fecha?
Joyce recupera su caja. En Le Bon Chocolatier vendían flores de
chocolate, pero no lirios. Solamente rosas y tulipanes. Así que había
comprado tulipanes, que en realidad no son tan distintos de los lirios.
Ambos son bulbos.
—Quiero darle las gracias por «Kindertotenlieder» —dice tan
precipitadamente que casi se traga la larga palabra—. Para mí significa
mucho. Le he traído un regalo.
—Una historia preciosa, ¿verdad? —La dependienta coge la
caja—. Voy a guardar esto.
—No es una bomba —dice Joyce riéndose—. Son lirios de chocolate.
Tulipanes, en realidad. Como no tenían lirios he traído tulipanes.
Creo que son lo que más se les parece.
Se da cuenta de que la dependienta ya no sonríe, sino que la mira
con dureza.
—Gracias —dice Christie O’Dell.
El rostro de la chica no expresa ni pizca de reconocimiento. La chica
no conoció a Joyce hace años en Rough River ni hace dos semanas
en la fiesta. Ni siquiera parece que haya reconocido el título de su propio
relato. Se diría que no tiene nada que ver con él. Como si fuera
algo de lo que se hubiera librado y hubiera dejado tirado en la hierba.
Christie O’Dell sigue sentada y escribe su nombre como si fueran
las únicas palabras escritas de las que pudiera hacerse responsable
en este mundo.
—Ha sido un placer charlar con usted —dice la dependienta,
aún mirando la caja que la chica de Le Bon Chocolatier ha adornado
con una cinta amarilla enroscada.
Christie O’Dell ha levantado la vista para saludar a la siguiente
persona de la cola y Joyce al fin tiene la sensatez de marcharse, antes
de convertirse en el hazmerreír de la gente y de que su caja, quién
sabe, se convierta en objeto de interés para la policía.
Andando por Lonsdale Avenue, cuesta arriba, se siente hundida, pero
poco a poco va recuperando la calma. Todo aquello incluso podría
acabar como una historia divertida que algún día contaría. No le sorprendería
nada.
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