19 abr 2011

Taxi driver: visita guiada

Taxi driver: visita guiada

Abril 8, 2011 |


Ver Taxi driver (1976) de Martin Scorsese en cine –en una brillante copia recién restaurada para el cumpleaños 35 de la película– deja claro que la imagen que nos ha quedado de Nueva York de la película no es la que está en buena parte del film. La violencia alucinante de los últimos veinte minutos de Taxi driver ha terminado por ofuscar la ciudad retratada en su primera parte. En ésta, vemos una Nueva York filmada amorosamente, incluso eróticamente, con una cámara que se detiene en la humedad de las banquetas y el parabrisas como otras cámaras se demoran sobre el sudor de una piel. Es una fotografía suculenta (vista ahora tan resplandeciente como se vio hace más de tres décadas), aunque estorbada constantemente por los comentarios de racistas o ultraconservadores del taxista Travis Bickle (Robert de Niro). Hay una clave, muy al principio, que se nos puede escapar en lo que tragamos un puño de palomitas:

Martin Scorsese y su fotógrafo Michael Chapman transmiten algo completamente opuesto al talante de Travis. Éste vive en asco constante por la ciudad; Scorsese, Chapman y el compositor Bernard Herrmann parecen fascinados por la ciudad. Veamos este clip, donde la ciudad nocturna parece contradecir la mirada inquieta de Travis:

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Una marquesina dice: Playland. Aquí, Times Square no es un área criminal: es un espacio para el juego, para que las parejas se encuentren, para las caricias sin fines de lucro. La música –un saxofón cadencioso– acentúa esa sensación. Es, si se quiere ver así, una más de las formas en que Travis no comprende lo que lo rodea. También es una suerte de tensión entre la fotografía y la música, por un lado, y el guión y el actor principal por otro. (Después, en la última parte de la película, la tensión se resuelve: la violencia se convierte en una especie de hoyo negro y rojo que jala todo hacia sí.)

Otro ejemplo de esta contradicción está en la secuencia en que encontramos por primera vez a la bellísima Betsy (Cybill Shepherd). Travis escribe en su diario: “La primera vez que la vi… tenía un vestido blanco. Apareció como un ángel, desde la porquería. Nadie puede tocarla.” Sin embargo, lo que vemos no es porquería: es una ciudad ajetreada, viva, rica, un hombre que acaricia afable a una mujer, y escuchamos de nuevo ese voluptuoso saxofón que acentúa la belleza sensual:


Vale la pena detenerse en esta secuencia: Scorsese la atavía cuidadosamente de alusiones. En un diálogo memorablede Ciudadano Kane, el anciano señor Bernstein dice:

Un hombre recuerda cosas que uno no pensaría que puede recordar. Yo, por ejemplo. Una vez, en 1896, iba a Jersey en el ferry; cuando zarpamos, estaba llegando otro ferry y ahí venía una muchacha. Traía un vestido blanco y una sombrilla blanca también… La vi nada más un segundo –pero no ha pasado un mes en que no haya pensado en ella desde entonces…

Ese hombre que ve a la mujer de blanco un segundo ¿es Travis? Evidentemente no, ya que Travis logrará no sólo hablar sino salir (¡dos veces!) con Betsy. El Bernstein de Taxi driver es el propio Scorsese, que ve pasar a Betsy frente a él, la sigue con la mirada pero no le habla. (Scorsese es el barbón sentado a la entrada de las oficinas de Palantine, que aparece en el segundo 33 del clip. Su aparición le da a la secuencia una muy rica tesitura.) La secuencia pareciera indicarnos que Betsy no es el equivalente de la muchacha de blanco en Kane sino de Rosebud, el trineo que es símbolo de la felicidad tenida y perdida para siempre. Véase la primera vez que Welles nos muestra el trineo:

La letra en el diario, la similitud de las frases –“The first time I saw her…” y “I first encountered Mr Kane…”–, la disolvencia: Betsy es un nuevo símbolo de la felicidad tenida y perdida para siempre. ¿Es necesario recordar que Bernard Herrman también es el compositor de la música de Ciudadano Kane? (Apunte lateral: Cybill Shepherd como Betsy es uno de los errores de casting más afortunados de la historia. En realidad no se parece a la Betsy del guión. Cybill tiene un aire travieso, amable, incluso tierno; la Betsy del papel es “a star-fucker of the highest order”.)

La película es entonces, por momentos, lírica, bella, fascinada con los objetos que retrata. (Incluso cuando retrata objetos peligrosos, como en la hilarante escena en que el dealer le vende a Travis un verdadero arsenal: la cámara se pasea sobre las armas como si estuviera lamiéndolas.) También es una tela riquísima en alusiones. A veces son citas puntuales: el eco del balazo que recorre las escaleras en la secuencia de la matanza y que emula el eco en las escaleras de la canción Che sera sera en la segunda versión de El hombre que sabía demasiado de Hitchcock, o elmomento en que Travis se pierde en su vaso de AlkaSeltzer:

y que, como ha dicho el propio Scorsese, se refiere a la escena del café de Dos o tres cosas que sé de ella (Deux ou trois choses que je sais d’elle, 1967) de Godard. (Imagen atónita del agua: el vaso, contenedor del mundo o del universo. Se me hace que Scorsese no sabía que estaba aludiendo también a Muerte sin fin.)

Otras alusiones son menos puntuales. El espíritu de La náusea de Sartre, El extranjero de Camus, Memorias del subsuelo de Dostoyevski, algunas películas de Bresson(Un condenado a muerte se escapa, Pickpocket) está ya el guión de Paul Schrader. La influencia clave es sin embargo Más corazón que odio (The searchers, 1956), de John Ford, película con la que Taxi driver parece unirse durante toda su segunda mitad. El protagonista de aquélla, el veterano de la guerra civil Ethan Edwards (John Wayne), busca rescatar a su sobrina, secuestrada por indios, pero sus motivos para el rescate son racistas (cuando menos). Lo mismo sucede en Taxi driver. Perdida Betsy, Travis emprende el rescate de una prostituta adolescente, Iris (Jodie Foster), que culminará en una matanza, porque el tipo no se cansa de ver la paja en el ojo ajeno. (Otro detalle lateral: el hecho de que Travis sea veterano de guerra ha sido sobrevalorado. Es una característica de él, es parte de su textura, pero Vietnam no es su centro: nada nos indica que su locura no provenga de antes de la guerra. En cambio, se ha subvaluado el contexto de la crisis fiscal y laboralde Nueva York que se gestó durante más de una década y estalló en 1975, año de filmación de Taxi driver.)

Más corazón que odio era un cuestionamiento de los motivos “heroicos” del hombre de acción. Taxi driver va más lejos: nos cuestiona a nosotros. La única secuencia en que Travis no participa de ninguna manera –por tanto, que no está tamizada por su visión– es en la única que vemos una posibilidad de amor. En el burdel/hotel Iris, la puta de doce años, baila con su padrote, Sport; éste la abraza, la conforta; ella se recarga en su hombro y olvida su propio deseo de escapar; nosotros aceptamos por un instante ese amor posible (reaparece el saxofón que hemos asociado con la sensualidad, la belleza, la dicha intuida):

Sorprendentemente, la secuencia en que pudimos estar de acuerdo con Travis, en que veríamos a Sport y decidiríamos que su muerte es necesaria, es la secuencia en que nos parece que la irrupción de Travis podría destruir algo bello (o “bello”, pues).

Travis, como Ethan, es paranoico y racista (el racismo es una forma de paranoia: los negros que él ve le aparecen violentos, amenazantes). También es un narcisista (se imagina que construye su cuerpo como una máquina y que hace de su asesina maquinaria una parte de su cuerpo); está lleno de chatarra (lo vemos con una quarter pounder, con cocacolas, con doritos) y de pornografía. Como el mundo que elige ver, él es un desastre –en una entrevista Scorsese titubea un momento y dice: “He’s a… um… he’s a… he’s a loser”–: es un hombre con el que es casi imposible identificarse. Casi. Hay una secuencia poderosísima, en el departamento del taxista, donde lo encontramos ante la televisión. Está viendo una sesión de baile en American Bandstand, pistola en mano, y hace como que le dispara a una pareja (negra, por cierto; pero creo que en este caso eso es secundario). La música es lenta y bella: Late for the sky de Jackson Browne; escuchamos estos versos, que parecen hablarle directamente a Travis:

Awake again, I can't pretend, and I know I'm alone

And close to the end of the feeling we've known

How long have I been sleepin’?

How long have I been driftin’ alone through the night?

Ese mundo que está afuera –el mundo del amor, de los corazones rotos, de la juventud veinteañera– le es inalcanzable. No por sus propios defectos sino porque está completamente solo, porque no puede no estar solo:

Es una secuencia en que lo difícil es no acompañar a Travis. El resto del tiempo o estamos en su contra o nos abruma la vergüenza ajena. (Incluso la cámara se avergüenza. Por ejemplo, cuando Travis le llama por teléfonoa Betsy para pedirle una cita más después del fiasco de su salida nocturna; ahí, la cámara, como Betsy, lo deja hablando solo.)

Bien. Durante toda su primera mitad el signo de la película es el de la dislocación. A partir de la “conversación” de Travis con un pasajero celoso (interpretado por Scorsese), una plática de una violencia verbal que da asco, las tensiones de la película comienzan a resolverse; la dislocación –del guión respecto de la fotografía, de la paranoia de De Niro respecto de la música– comienza a desaparecer: se diría que todas las fuerzas de la película empiezan a jalar para el mismo lado. Los rojos van saturándose:

Las referencias se vuelven obsesivamente internas; la película, insistentemente repetitiva: reaparece el cartel del que hablaron Betsy y Travis durante su almuerzo; el almuerzo mismo encuentra su espejo en el desayuno de Iris y Travis; el motivo de la mano sin dedos regresa –primero, en la oficina, era un chiste; después, en la cafetería, parecía una premonición; al final es una realidad repugnante–; la frase de campaña “We are the people” vuelve y vuelve: pasa de ser chistosa a ominosa. (De hecho, salvo en una broma visual, el humor de Taxi driver desaparece en la última parte.) Travis escribe en su diario que todo se repite una y otra vez, que cada día es idéntico al anterior. Y sí, las cosas parecen estar sucediendo de nuevo pero con un matiz atroz:

Todo ahora es funesto: la música, la fotografía, las locaciones. Travis visita por primera vez el burdel de Iris y Taxi driver adquiere finalmente las características de una película de horror. El burdel (y hotel) recuerda a esas casas –la última a la izquierda, por ejemplo– del cine de horror de principios de los setenta, donde sólo cosas bestiales podrían ocurrir. Sale Travis de la habitación (con una inquietante body-cammontada unos segundos al hombro) y lo recibe, para cobrarle, un padrote/gerente. Surge de las sombras del pasillo como el Nosferatu de Murnau surgía en el pasillo afuera de la habitación de su víctima Thomas Hutter:

Antes de enloquecer completamente, Travis alcanza a emitir su delirante amenaza: “A ver, hijos de la chingada, he aquí un hombre que no aguantó más. Que se levantó contra la mierda, contra los perros, contra la escoria. He aquí un hombre que no aguantó.” Y entonces sí: ya lo perdimos. Súbele al volumen:

La secuencia de la balacera de Taxi driver adopta y extrema los signos visuales del cine de explotación de horror; rojos que lo cubren todo; sangre salpicada teatralmente:

Antes, un pasajero del taxi había amenazado con matar a su mujer (“I’m gonna kill, I’m gonna kill her”); luego un loco en la calle había hecho casi lo mismo con un grito incesante (“I’ll kill her I’ll kill her!”); ahora, ese grito lo repite el monstruoso gerente sin mano:

mientras trata de asesinar a Travis tan torpemente como el abuelo de Masacre en cadena (1973) de Tobe Hooper trataba de asesinar a mazazos a la protagonista de aquella película seminal en la frenética secuencia de la “cena familiar”. No vale decir que no estábamos preparados: Scorsese ya nos había dado una pista casi dos horas antes –Taxi driver siempre tendió a Masacre en cadena:

La balacera termina con una picada vertiginosa: Travis, devastado pero vivo; Iris, muerta de miedo; todos los demás, muertos de veras:

Y esa picada es un resumen o una exasperación de una toma que Scorsese ha utilizado durante toda la película y que le ha servido, en parte, para resumir varias escenas:

La cámara va alejándose –en un replanteamiento invertido de Salvatore Giuliano de Francesco Rossi– y nos quedamos con una ironía: Travis Bickle, asesino y loco, un hombre que no pudo nunca entender a sus semejantes, es también un incomprendido: se le ve como un héroe, un llanero solitario que sacó a la puta de doce años de un infierno que, acaso, sólo estaba en su mente. Un humor torcido –la risa del loco que va por la calle riéndose para sí mismo– ha vuelto a la película.

* * *

Taxi driver tiene un epílogo. En él, Travis ha vuelto a manejar su taxi. Se ve sorprendentemente bien. Charla con sus compañeros. Tiene pasaje: es Betsy que parece estimarlo después de haber leído sobre su hazaña. Se despiden y cada quien se va por su lado.

Se ha especulado que ese epílogo nunca sucedió: que es todo él una fantasía moribunda de Travis. Esta última conversación de Travis y Betsy sucede en el vago espacio del retrovisor:

Hasta aquí, en efecto, las cosas pueden estar en la mente (agonizante o no) de Travis: no tenemos ninguna confirmación, ningún asidero a la realidad. Lamentablemente, Scorsese y sus editores (Tom Rolf y Melvin Shapiro) pierden el temple en el último momento y nos muestran las cosas desde fuera, objetivamente:

La poesía, el cine, se nutren de los equívocos: la ambigüedad es una virtud, una riqueza. Al mostrarnos la imagen desde fuera –un taxi, un chofer, un pasajero, un peatón, una calle neoyorquina– la película pierde una ambigüedad. Cancela la posibilidad de que todo el epílogo sea una imaginación febril y lo imprime indefectiblemente a la realidad. A esa escena le vendría bien una reedición. Y ya.

12 abr 2011

Ernest Hemingway, Escribir y vivir

Ernest Hemingway. Escribir y vivir
Beatriz Espejo




Hay escritores que son al mismo tiempo fuerzas de la naturaleza. Tal es el caso de Ernest Hemingway, autor de libros insustituibles para la literatura del siglo XX como El viejo y el mar, Adiós a las armas o Por quién doblan las campanas, y de miniaturas perfectas como el cuento “Los asesinos”. Beatriz Espejo, a partir de su propia experiencia como lectora, hace un recuento pormenorizado de las obsesiones del Premio Nobel norteamericano, como el box, los toros, la cacería o la guerra, presentes en su obra.
Ernest Hemingway nació bajo el signo de Leo el 21 de julio de 1899 en un pueblecito de Ohio y se pegó un escopetazo días antes de cumplir sesenta y dos años de vida el 2 de julio de 1961. Su temática es muy variada pero a menudo algunos de sus cuentos magistrales recrean escenas de caza, de toreo, guerra, box. Situaciones que detesto. Por ejemplo, rememoro con horror los domingos cuando mi padre me llevaba casi a rastras (se negaba a dejarme con una cuidadora) hasta la plaza. Recuerdo mi antipatía por los picadores gordinflones que le encajaban su vara al magnífico animal de quinientos kilos para asentarlo dejándole un hoyo sangriento en el lomo, los bufidos del toro que llegaban a la barrera o al primer tendido donde siempre nos sentábamos, y también aquellas tardes soleadas con las señoras llenas de alhajas, cubiertas por sombreros alones y pieles, los hombres en chamarras de gamuza y puros, y recuerdo los cuerpos maestros de toreros que usaban ternos resplandecientes. Era una época de oro, dicen, con figuras inolvidables.
La pesca es tal vez el único deporte que me gusta aunque sólo lo he practicado en mis mocedades; con anzuelo y una suerte loca pepenaba meros en el mar de Progreso, Yucatán. Servían para calmar el hambre de la tripulación y los pasajeros en yates particulares. Allí anduve vigilada por un inolvidable padre López que reprobaba mis bikinis que me obligaba a tapar con alguna camiseta infame; pero ni en sueños he visto un pez espada volador de seis pies de largo ni arponeé ballenas esperma. En cuanto a la caza, por el afán de poner fin a la vida de rinocerontes, búfalos, leones o ciervos para colgar cornamentas en las paredes o ver sus pieles convertidas en alfombras sobre el piso, sólo admito sin ambages que me parece abominable. Respecto a la guerra los adjetivos salen sobrando, aunque Hemingway siempre la condenó literariamente, y nunca he asistido a una pelea de box y hasta en las películas me tapaba los ojos para no ver los chorros de sangre ni oír cómo tronaban las narices de los contrincantes; ¿entonces, Hemingway tan ajeno a mi mundo, sin una educación formal que suplía con su genio, tan viril y violento, tan machote, con un universo poblado casi exclusivamente por hombres, por qué ha sido desde mi adolescencia uno de mis escritores más leídos? La respuesta es simple. Me fascina el retrato de sus personajes recios, pasionales y apasionados, definidos en pocos trazos. No desatiende la ropa que llevan puesta ni su estado de ánimo en correspondencia con su imagen. Sirve de muestra la descripción que hace al principio de El viejo y el mar.
“El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto”. O un poco después: “Eran unos hombros extraños, todavía poderosos, aunque muy viejos, y el cuello era también fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el viejo estaba dormido y con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada tantas veces, que era como la vela y los remiendos descoloridos del sol eran de varios tonos. Su cabeza era sin embargo muy vieja y con los ojos cerrados no había vida en su rostro”.1
Admiro su tino para cortar sobrantes aunque ocasionalmente algunas anécdotas necesitaron muchas páginas. Su manera de dar pasos hasta conseguir atmósferas, su especial cuidado de que cada historia tuviera una estructura diferente y no se pareciera a otra de las utilizadas, una manera distinta desplegándose ante nosotros metiéndonos en el relato. Sus diálogos irrepetibles, escuetos, certeros, secos como debía hablar su padre, las personas que lo rodearon en su niñez y a lo mejor como debió haber hablado él mismo. Su vocabulario común y corriente que William Faulkner criticaba por lo cual pensó retarlo a duelo. En una palabra, me fascina su técnica apretada y efectiva, capaz de engañarnos haciéndonos creer en una facilidad inexistente.
Ernest Hemingway con su familia, 1905
Ernest Hemingway con su familia, 1905
Concuerdo con quienes afirman que es mejor cuentista que novelista. “Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas”;2 sin embargo, Por quién doblan las campanas (1940), que sintetiza la contienda española de 1936 en la cual se involucró, fue considerada por él mismo su mejor obra. Sin duda fue la más leída muy probablemente por la difusión que le dio el cine llevando en los papeles estelares a Gary Cooper e Ingrid Bergman. La compañía Paramount le dio un cheque de ciento treinta y seis mil dólares para pagar los derechos de filmación y durante algún tiempo él trajo ese cheque en el bolsillo. Vinculado con el momento, hizo un cuento corto en el que poco se repara, “El viejo y el puente” de tres cuartillas trabajadas para el final que nos deja cimbrando y algunas viñetas; otras se inspiraron en la Gran Guerra. Son prosas breves. Carecen de planteamiento, se quedan en la parte medular y dejan que los lectores saquen conclusiones:
Estábamos en un jardín, en Mons. El joven Buckley llegó con su patrulla al otro lado del río. El primer alemán que vi trepó por la pared del jardín. Esperamos que pusiera una pierna encima y entonces hicimos fuego. Venía muy bien equipado. Un gesto de infinita sorpresa se reflejó en su rostro antes de caer. Después, otros tres escalaron el muro. Les tiramos, y a todos les pasó lo mismo.3
Durante el proceso para escribir la novela a la que me referí, primero se aficionó a las corridas de toros y escribió una pieza teatral, La quinta columna, y reunió con un criterio caprichoso Los primeros cuarenta y nueve cuentos (1938) que la editorial Lumen volvió a editar acompañados de una traducción muy cuestionable, llena de regionalismos y bastantes erratas. Debieron haber sido más cuidadosos puesto que se trataba de un libro distribuido también en el mundo de habla hispana. Tiene una hermosa evocación de Gabriel García Márquez, “Mi Hemingway personal” (1981). Cuenta que lo vio una sola vez en el bulevar Saint-Michel cuando el norteamericano había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme, vestido informalmente con una cachucha de béisbol, caderas estrechas y extremidades delgadas. Es cierto, en los noticieros y fotografías que lo captaban descalzo o con sandalias y sin calcetines, shorts beige y camisas de manga corta, esas mismas piernas se veían en desacuerdo con el resto del cuerpazo de 1.92 y 116 kilos que, se cuenta, pesaba todos los días en una antigua báscula colocada en su baño tras lo cual anotaba sobre la pared o sobre hojas de almanaques los que subía o bajaba. Lo hizo hasta poco antes de su suicidio, mientras habitó veinte años su finca La Vigía cerca de La Habana, en San Francisco de Paula, construida sobre un montículo de ciento diecinueve metros sobre el nivel del mar. Amueblada con comodidad, sin lujos, llena de sus trofeos de caza y carteles taurinos, objetos artesanales, un plato original de Picasso, piedras raras, fósiles. Las instalaciones de los jardines le permitían practicar deportes, tenis, natación. En la ciudad iba con frecuencia a las carreras, con más frecuencia al frontón y se hizo amigo de varios jugadores vascos. Todos sabemos que en su madurez escribía de pie como Goethe, sobre una especie de librero, tal vez para evitar los consabidos problemas de columna acarreados por la profesión. De joven, confesó en París era una fiesta, buscaba cafecitos tranquilos o se apoyaba en una mesa de su departamento frente a la ventana.
Fue reportero para Kansas City Star y poco después se alistó en la Primera Guerra Mundial y condujo una ambulancia. Trasferido al ejército italiano, lo hirieron de gravedad, vivencias que recogió en “En otro país”, donde rescata su convalecencia y el drama de un mayor, campeón de esgrima, con la mano destrozada. Esas impresiones también le sirvieron para hacer pequeños bocetos; luego colaboró en Toronto Star y al cabo de un tiempo estando en París los escritores exiliados Ezra Pound y Gertrude Stein, junto con Max Perkins, lo convencieron de que se convirtiera en escritor, sin imaginar seguramente que aquel muchacho apuesto con un hoyuelo en la mejilla derecha recibiría en 1953 el Premio Pulitzer y en 1954 el Premio Nobel de Literatura.
En una entrevista con George Plimpton, leída y comentada por todos los fanáticos de su obra, afirmaba que, al contrario de lo que suele divulgarse, el periodismo ayuda para soltarse y adquirir práctica. Estoy de acuerdo. También sirve para apaciguar la ansiedad de espíritu cuando los cuentos no acuden a la página en blanco y se piensa que jamás volverán. Los milagros toman su tiempo. No siempre tocan nuestra puerta.
En Milán, 1918
En Milán, 1918
La selección de Los primeros cuarenta y nueve cuentos empieza con “La breve vida feliz de Francis Macomber”, incluye “Las nieves del Kilimanjaro” (ambos fueron llevados al cine y le dejaron mucho dinero); dos historias inventadas a partir de una experiencia en África, y termina con “Padres e hijos”. Magistrales. El ejercicio de su oficio y su poder de observación lo habían adueñado de un estilo inconfundible. “La breve vida…” (donde muestra el respeto que tenía por los leones señores de su horóscopo) lo mismo que “Las nieves…” son de largo aliento tratándose de un cuentista; nos muestran lo que pueden ser los safaris. Uno tiene tres personajes principales descritos con pinceladas distribuidas al transcurrir el texto que en el remate concuerdan con el destino y la actitud de cada uno. El segundo lleva un epígrafe indispensable para entender cabalmente a su protagonista central que está muriéndose con una pierna gangrenada, junto a una mujer rica a quien no ama y llama zorra, y en su vigilia reconstruye pasajes de su vida. Se autoanaliza con el vaivén de la fiebre y del temor apaciguado por el whisky. Termina con un final abierto sin presagiar nada bueno. En el tercero, Hemingway escondió bien su autobiografía, las imágenes de su padre doctor y que le heredó la vocación por el suicidio, le regaló un rifle y lo enseñó a pescar. Le agradeció los obsequios pero realmente no sabía mucho de él y tampoco lograba escribir mucho en torno a esa persona que debió haberlo influido más de lo que se piensa, pero fue evocado de diferentes maneras. Prueba de ello quedó en “El médico y la esposa del médico”. Lo realmente interesante de “Padres e hijos” es el mensaje subliminal. Estaba convencido de que su hijo tampoco lograría penetrar en los secretos de su alma.
Hemingway pescando en Key West, 1928
Hemingway pescando en Key West, 1928
Buscaba que sus lectores encontraran nuevos mensajes en cada nueva lectura. Evitaba explicarlas pensando que de hacerlo sería un guía de turistas transitando el intrincado camino de las palabras. Por eso la visita con su hijo a las regiones de su infancia le aseguraba que el niño no rompería la barrera de la individualidad, como suele sucedernos cuando alguien entrañable muere dejándonos un rosario de preguntas sin respuesta. Solía describir el entorno donde sucedían las cosas y con frecuencia se regodeó en el paisaje de los Estados Unidos, cercano a Canadá, familiar desde su nacimiento, con altos árboles y húmedas cabañas de madera. Creo que a partir de esas impresiones se acostumbró a gozar el panorama rural o urbano. Y lo aprovechaba en la mayoría de sus cuentos. Como dice García Márquez, se apoderaba de Esmirna, África, España, Francia, del Hotel Ambos Mundos donde escribió algunos relatos y capítulos aislados de Las verdes colinas de África y de Tener o no tener. Se apoderó pues de todos los hoteles, restaurantes como el Floridita, que le servía para organizar fiestas a sus amigos boxeadores. Kid Turnero lo hubiera atestiguado. Se apoderó de muelles y senderos en los que estuvo, convencido de que los viajes y los diferentes climas y situaciones le servirían cuando fuera necesario. No observaba y retenía conscientemente datos, ni estaba siempre tratando de utilizar ciertas impresiones que se van almacenando en la gran reserva de cosas que un escritor sabe.
Casi nadie como él ha explicado sus hallazgos abriendo brechas para quienes llegamos luego, enseñándonos que en materia de cuentos la fórmula para entrar al asunto es directa, evitando preámbulos, sin perder tiempo en digresiones inútiles.
Quiso ser escritor desafiando la certeza de que escribir es tremendamente difícil. Escribía de mañana mientras hacía frío y se iba calentando con el trabajo. En épocas fructíferas de seis a doce. Leía lo que había hecho antes y sabía qué dirección tomar, salvo cuando novelaba. Entonces incursionaba sobre la marcha. Todos los días revisaba lo hecho y ocasionalmente corregía hasta treinta y nueve veces antes de quedar contento. No se preocupaba demasiado por un lugar preciso y tranquilo que le permitiera inspirarse pero consideraba el teléfono y las visitas como destructores de una vocación que sólo la muerte puede parar. Afirmaba además que la mala salud y las preocupaciones económicas son factores desfavorables. Respetaba a James Joyce porque con Ulises ayudó a romper restricciones en la pelea contra el lenguaje. Estaba consciente de que su tiempo para escribir era cada vez más corto y que si lo malgastaba cometía pecado mortal. Cuando le pedían nombrar sus influencias, mencionaba artistas de todas las disciplinas, Flaubert y John Donne que le dio título para su novela más leída, y Mozart, Van Gogh, Giotto y San Juan de la Cruz, entre otros. Con los que a primera vista nadie lo relacionaría. Pero formaban parte del aprendizaje que necesitó porque él tampoco supo desde el principio una serie de secretos, a pesar de que resulte difícil creerlo pues muy joven sacaba a prensas cuentos admirables. El 16 de mayo de 1925 (podía precisar la fecha exacta) mientras caía nieve en la feria de San Isidro de Madrid necesitó una sola sentada para “Los asesinos”, “Diez indios” y “Hoy es viernes”, este último a mi juicio su cuento menos logrado. Se vale diferir con un autor de la importancia que tiene García Márquez; pero no acabó de convencerme el resultado que obtuvo al reconstruir el martirio de Cristo eligiendo una taberna hebrea con diálogos entre soldados romanos que hablan como cowboys ni el añadido final de la palabra “telón”. ¿Intentó decirnos que el drama del crucificado, como los dramas de los hombres, fue una puesta en escena? Quizá. Todos los dramas personales son puestas en la escena de la vida. Sólo que en ese caso concreto una filosofía transformó a buena parte del género humano. De cualquier modo consiguió un curioso experimento que no deja de inquietarnos. Ese día, el día en que terminó tres cuentos uno tras otro, llevaba por dentro un impulso que ni la descarga de un rifle 505 con velocidad de salida de dos toneladas hubiera detenido.

“Los asesinos” le ganó treinta y siete mil quinientos dólares y presenta una fórmula genial. Logra que sus protagonistas se pinten a sí mismos con sólo abrir la boca. Cada uno se expresa como matón, camarero, rentista, boxeador. Para conseguirlo conocía toda la trama y el pueblo en que se desarrolla antes de tipear la primera frase y sin embargo sus cuentos, además de éste, van creciendo a medida que avanzan. Hemingway contó esa hazaña varias veces. Seguramente nunca la repitió. Escribir tres cuentos de una sola sentada es algo insólito. Se quedó dormido de cansancio y la patrona del hotel donde se hospedaba le mandó una botella de Valdepeñas para ver si terminaba por lo menos “un cuentito más”, un cuentito sin importancia.
No competía con otros autores. Sus personajes no estaban todos sacados de la gente conocida sino de la inventiva, la comprensión y la sabiduría. A menudo los trazaba, como dije, con unas cuantas líneas; pero tienen tres dimensiones y dejan vislumbrar por debajo sus debilidades y grandezas. Incluso cuando Hemingway no se enfrentaba al lápiz y al papel o a su máquina semiportátil Royal, modelo Arroz, andaba en busca de buenos temas para tratarlos en forma artística. Si muchas veces no se basaba en vivencias personales, procuraba hacerlas parecer como si las hubiera vivido en carne propia. Eso se llama destreza o habilidad o simplemente talento. Los buenos escritores inventan, transforman, aprovechan, buscan un tono y no lo sueltan a menos que lo juzguen absolutamente necesario. Y se había convencido de que entre más adelantaba en su literatura más solo y vacío quedaba. Aparte puso en circulación la idea del iceberg que dejaba bajo el agua tres cuartas partes y mostraba sólo la punta porque el resto era inservible y se había convencido de que necesitaba respetar y evitar lo que otros habían hecho bien, a menos que se encontrara una nueva manera de enfocarlo.
Ernest Hemingway
Ernest Hemingway
“Colinas como elefantes blancos”, “Allá en Michigan” y “Un canario para regalar” andan por otros rumbos. Rozan el tema del amor y sus complicaciones. Son muy distintos entre sí; pero igualmente entrañables y denotan un entendimiento profundo del corazón siempre dispuesto a equivocarse de una u otra forma; tratan de un aborto que ella acepta por complacer a su pareja desoyendo sus propios deseos. El lector sabe lo que pasa sin necesidad de que se mencione la palabra aborto ni una vez, basta con escuchar el diálogo; el otro, cuenta la virginidad perdida de una joven profundamente enamorada de un hombre que por estar borracho no se da cuenta. Y el otro más, la ceguera de una madre que acepta una serie de prejuicios tontos sin concederles siquiera el beneficio de la duda destruyendo la felicidad de su hija. Se prestan a muchas interpretaciones, revelan diferentes registros del autor y constituyen una lección casi inalcanzable de economía. En el universo de Hemingway poblado por hombres, la gran ausente es su madre que lo sacó un año de la escuela para que estudiara melodías y contrapunto pensando erróneamente que tenía habilidad. Ejecutaban en su casa música de cámara y formaban un cuarteto. Alguien venía a tocar un violín, su hermana tocaba la viola, su padre el piano y él tocaba el chelo “peor que nadie sobre la tierra”. Pero a lo mejor el asunto le dejó la capacidad de educar bien el oído para cantar en prosa.
Ernest Hemingway con Antonio Ordóñez, Madrid, 1960
Ernest Hemingway con Antonio Ordóñez, Madrid, 1960
“La capital del mundo” toma desde el principio un paso calmado con su planteamiento largo. Ocurre en la pensión Luarca de Madrid. Allí viven varios toreros, picadores, banderilleros fracasados por diferentes razones. Un par de sacerdotes a quienes las dignidades eclesiásticas no reciben mientras ellos desesperan, unas hermanas ocupadas del servicio que ese día salieron y un muchachito llamado Paco que se pone a jugar con el lavaplatos amarrando dos cuchillos a las patas de una silla para simular verónicas y trincherazos desafiando el peligro. Si el principio es lento, el final es rápido. La cuchillada atraviesa la femoral y ocurre en la cocina sin que nadie se entere, ni siquiera las hermanas del joven accidentado que habían ido al cine para ver una mala película de Greta Garbo y la comentaban. Las demás personas del albergue hacían más o menos lo mismo que solían hacer y gastaban su noche conforme a sus costumbres, excepto los dos curas finalizando sus oraciones y dispuestos a dormir. Paco nunca supo nada de eso y no tuvo tiempo siquiera de completar un acto de contrición, porque uno de los temas subliminales que aparecen en los relatos de Hemingway es la idea de que la desdicha o la muerte nos toman por sorpresa, al saltar una barda como los soldados alemanes, al improvisar un juego peligroso, al rasguñarnos una rodilla durante una cacería o simplemente al escoger un camino equivocado. Y la luna sigue su curso satelital, las estrellas brillan en el firmamento y el sol sale para todos. Pero a veces la infelicidad persiste aunque como si fuera una mosca tratemos de espantarla, enajenándonos, refugiándonos en un olvido imposible. En París era una fiesta, Hemingway hizo sus memorias, al menos parte de ellas. Es uno de sus libros más hermosos y reconstruye su juventud ansiosa llena de promesas cuando todavía no llegaba el desencanto; sin embargo llegó, y la ruptura de su primer matrimonio con Hadley, una de las tres mujeres a quienes más quiso y perdió. El último capítulo trasmite una tristeza enorme —extendida a “Un canario para regalar”— sin necesidad de ser explícita. Basta con la sensación y amargura que compartimos los lectores y el nudo en la garganta que nos obliga a sentir. Sin embargo, durante esa unión ya tenía relaciones con Pauline, en cuya compañía luego de un exitoso safari compró su yate pesquero Pilar al recibir un adelanto de tres mil trescientos dólares de la revista Esquire por diez relatos. El dato conllevaba una importancia literaria que ni el mismo Hemingway hubiera imaginado al guardar ese nuevo tesoro en Cojimar. Un puerto cercano a su finca que le procuró la escritura de una obra maestra. Sus demás esposas fueron Martha Gelhorn, corresponsal de la revista Colliers, aristocrática, elegante, exigente, algo cruel y una gran pasión que lo abandonó brutalmente causándole daños irreparables; Miss Mary Welsh y la bella italiana Adriana Ivancich, demasiado joven para él y católica. Al verla le pareció una llama y le devolvió, en una transformación prodigiosa, después de diez años estériles, el deseo de vivir y la escritura con Al otro lado del río y entre los árboles, denigrada por la crítica en el momento de su publicación.
Como sostuvo a menudo, las interrupciones traían consigo grandes peligros para el escritor y la pérdida de tiempo era un pecado; pero contradiciéndose, en La Vigía los compromisos sociales eran incesantes. Declaraba que se puede ser escritor serio sin ser solemne y apoyado en tal pensamiento empujaba las cosas demasiado lejos. Llevaba la vida de un gringo célebre que no se mezclaba con los intelectuales cubanos. Organizaba salidas de pesca, competencias de tiro al pichón, encuentros de box, fiestas de doscientos concurrentes, tardeadas alegres que culminaban en el Floridita. Ocasionalmente recibía invitados importantes, el duque de Windsor o Jean- Paul Sartre. En esos casos excepcionales se alegraba y recobraba fuerzas durante varios días. Al cabo recuperaba su mirada triste que volvía a brillar con la presencia de Ava Gardner, recientemente divorciada de Frank Sinatra e interesada en verse con su huésped Luis Miguel Dominguín, quien le preguntó si no había consultado a un psiquiatra. Tenía cincuenta gatos y se prestaba a ser parte de un espectáculo del circo Ringling Brothers metiéndose a la jaula de los leones. Así se mermaban sus fuerzas y la facilidad para crear.
Al parecer, Papa Hemingway, como lo llamaban sus íntimos (¿quién le habrá puesto ese sobrenombre?, ¿se debía al gran espacio que ocupaba su personalidad?), sufría una larga temporada sin encontrar alguna historia capaz de conmoverlo lo suficiente para contarla. Permanecía horas parado junto a su máquina sin dar un teclazo. Se apartaba, tomaba hojas limpias y lápices, se hurgaba el oído derecho, se mesaba sus cabellos cortos. Dejaba manuscritos inconclusos y ocultaba su estado de ánimo. Andaba mal de salud con la presión alta, la cabeza llena de ruidos y los oídos zumbándole. Entonces ya hablaba de suicidarse pero tenía un organismo muy fuerte. Durante su larga permanencia en La Habana bebía demasiado, buscaba el alcohol para tranquilizarse, estallaba en furias sin sentido y pasaba una época de sequedad, como decían los místicos cuando perdían la fe; sin embargo, con El viejo y el mar consiguió su canto del cisne. Por su extensión, ochenta y seis páginas de caracteres respetables, suele considerársele una novela corta. Para mí es un cuento largo construido con los recursos habituales de su autor y un único tema. En opinión de algunos amigos suyos allí mostró su verdadero yo porque era como los pescadores. Los comprendía y ellos a él, lo cual me parece cuestionable, pero ¿hasta qué punto se dibujó a sí mismo en la figura de aquel pescador ya sin confianza en sí mismo que prefería ser exacto y luego, cuando llegara la suerte, estaría dispuesto para atraparla? Andaba solo en un bote Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía ni un pez, por lo que sus condiciones de pobreza, parecidas a todos los pescadores de la zona, habían llegado a un grado estremecedor que advertimos cuando se describe su cama de periódicos donde tal vez yacerá definitivamente, su camisa remendada, la comida que le procuraba un muchacho por caridad, agradecimiento y cariño. Un muchacho del que fue maestro y lo había ayudado en épocas afortunadas. Tenían relaciones conmovedoras; pero al fin y al cabo el viejo padecía una soledad terrible con la que se lanzó al mar pensando que ya no estaba tan robusto como solía; sin embargo, conservaba muchos trucos y voluntad.
Herman Melville consiguió un clásico marino de dos tomos con Moby Dick o La ballena blanca. Hemingway, otro norteamericano, dijo que esta historia podía haber tenido mil cuartillas incluyendo a todos los pescadores de la villa, sus rutinas y cómo nacían y criaban a sus hijos; pero intentó y consiguió algo distinto. Podando en ochenta días de labor que le llevó afinar y mecanografiar. Eliminó lo innecesario para dejar la sensación de que había más de lo que contaba. Más tarde explicó: en Cojimar “decidí escribir un relato. Después comprendí que no tenía la capacidad para hacerlo. No porque desconociera las sutilezas de la pesca, pues entonces ya era un pescador experimentado. Se requerían otros conocimientos. Inicié el estudio de la aldea… Trece años después, cuando me senté a escribir el libro sabía todo sobre estas personas: de qué vivían, qué les gustaba, qué odiaban, qué les era indiferente. Conocía a cada familia y la biografía de cada uno de sus miembros”. 4 Afirmaba que paradójicamente hablando de la mala suerte tuvo una suerte increíble al trasmitir el episodio de un anciano y un chico conocidos suyos probablemente en sus salidas al mar. Sin duda le agradeció a su padre que le hubiera enseñado ese deporte porque sólo alguien con su práctica podía reflejarnos con tal veracidad, los trucos, el manejo del sedal, la belleza del océano cargado de especies y profundidades, los bonitos, las algas, el resplandor cayendo sobre la superficie azul y su tenebrosa frialdad nocturna.
portadas hemingway
El tema gira en torno a un hombre que en su juventud derrotó a un negro durante veinticuatro horas en una competencia de pulso. En su lancha se había acabado la fortuna pero no la voluntad de atrapar a un marlin enorme. Se adentra muchas millas hasta perder los contornos de la ciudad añorando disponer de radio para seguir un partido de béisbol, deporte del que es gran aficionado y admirador de las grandes ligas y en especial de Joe DiMaggio, cuyo padre también fue pescador. Persevera en su intento y consigue atrapar una presa que no puede subir a bordo. Entonces los tiburones la devoran. Dejan solamente el inmenso esqueleto poco antes de regresar. Cualquiera hallaría en esta historia una simbología compleja, sin importar que Hemingway despreciara los símbolos, según aseguraba. Se convirtió en un éxito mundial. Le concedieron un premio importante en Italia, fue la gota que derramó el vaso para que le otorgaran el Nobel y con ello le llegaron ofertas de Life y otras revistas y la propuesta de filmar con Spencer Tracy. Aceptó y fueron a Perú buscando un pez verdadero y no una imitación de plástico como proponían los productores, pero resultó una mala película como todas las que se basaron en su obra, salvo quizá Los asesinos con Ava Gardner y Burt Lancaster.
El pescador cubano Anselmo Hernández García, como suele suceder, se indignó por haberlo inspirado. Sin entender el complejo proceso literario, se expresaba desdeñosamente. No quería ver al escritor y decía: “Yo nunca he estado ochenta y cuatro días seguidos sin pescar nada. Ni me he pasado tres días peleando con una aguja (uno, sí), para luego perderla en boca de los tiburones. Tampoco he estado pulsando un día entero con un negro fuerte, como dicen que escribió Hemingway en el libro… ¿Pero es que alguien puede estar pulsando un día entero con otro hombre? Yo, por mi parte, no lo creo…”.5
Hemingway trabajando en su novela Por quién doblan las campanas, Sun Valley, Idaho, 1939
Hemingway trabajando en su novela Por quién doblan las campanas, Sun Valley, Idaho, 1939
Sobrevino una época de viajes, aclamaciones y contento. Regresó al África y a la amada Italia. Vinieron otros escritos, Tener y no tener, Islas en el Golfo, el proyecto de El verano peligroso. En Cuba triunfó la revolución encabezada por Fidel Castro. Algunos aseguran que Ernest Hemingway planeaba volver a los Estados Unidos porque no le gustaban los cambios efectuados en Cuba; pero sus declaraciones ante la prensa afirmaban que por primera vez había allí un gobierno de gente honrada. De cualquier modo, salió rumbo a Idaho. Buscó el pueblo tranquilo de Ketchum planeando descansar. Al lado del cementerio compró un terreno para su futura tumba. Las cosas no fueron como se esperaban. Afirmaba que tenía la cabeza repleta de aserrín. Padecía de hipertensión, diabetes y hepatitis, comenzó a fallarle la vista y a caérsele el cabello. Sufría una dermatitis aguda, ya no ocultaba sus malestares y parecía de ochenta años. Había perdido su juventud tan querida a la que irremediablemente veía al otro lado del río y entre los árboles. Las cosas empezaban a morirse en torno suyo. En medio de un tremendo agotamiento lo llevaron a Nueva York, donde los médicos diagnosticaron síndrome de ansiedad depresiva y aconsejaron un tratamiento que Mary Welsh no aceptó; y prefirió internarlo en la clínica de los hermanos Mayo en Baltimore. Allí le recetaron una serie de trece electrochoques sin preocuparse lo mínimo de que tenían como paciente a un gran escritor. Al regresar a su casa se sentía acosado, con las llamadas telefónicas y las cartas intervenidas.
En abril tuvo un primer intento de suicidio y luego un segundo. Esta vez lo mantuvieron dos meses en la institución Mayo hasta que lo diagnosticaron como sano. Cenó el primero de julio en un restaurante de Sun Valley. Al día siguiente se levantó a hurtadillas cubierto por una bata roja. Tomó una Boss de cacería con dos cañones, la equipó con un par de cartuchos y se voló la cabeza. Había puesto fin a su vocación. Cabe preguntarse por qué Miss Mary dejó un arma a su alcance y por qué los médicos se equivocaron a tal punto en lugar de respetar su capacidad creadora y mitigar sus sufrimientos.
Hemingway ya no vería al Tintorero en Venecia, ni tomaría sus famosos daiquirís y martinis, ni escucharía la música que tanto le gustaba, ni siquiera podría entablar esas largas y tediosas conversaciones que a veces emprendía sobre el origen de sus doscientas cincuenta cicatrices.