12 abr 2011

Ernest Hemingway, Escribir y vivir

Ernest Hemingway. Escribir y vivir
Beatriz Espejo




Hay escritores que son al mismo tiempo fuerzas de la naturaleza. Tal es el caso de Ernest Hemingway, autor de libros insustituibles para la literatura del siglo XX como El viejo y el mar, Adiós a las armas o Por quién doblan las campanas, y de miniaturas perfectas como el cuento “Los asesinos”. Beatriz Espejo, a partir de su propia experiencia como lectora, hace un recuento pormenorizado de las obsesiones del Premio Nobel norteamericano, como el box, los toros, la cacería o la guerra, presentes en su obra.
Ernest Hemingway nació bajo el signo de Leo el 21 de julio de 1899 en un pueblecito de Ohio y se pegó un escopetazo días antes de cumplir sesenta y dos años de vida el 2 de julio de 1961. Su temática es muy variada pero a menudo algunos de sus cuentos magistrales recrean escenas de caza, de toreo, guerra, box. Situaciones que detesto. Por ejemplo, rememoro con horror los domingos cuando mi padre me llevaba casi a rastras (se negaba a dejarme con una cuidadora) hasta la plaza. Recuerdo mi antipatía por los picadores gordinflones que le encajaban su vara al magnífico animal de quinientos kilos para asentarlo dejándole un hoyo sangriento en el lomo, los bufidos del toro que llegaban a la barrera o al primer tendido donde siempre nos sentábamos, y también aquellas tardes soleadas con las señoras llenas de alhajas, cubiertas por sombreros alones y pieles, los hombres en chamarras de gamuza y puros, y recuerdo los cuerpos maestros de toreros que usaban ternos resplandecientes. Era una época de oro, dicen, con figuras inolvidables.
La pesca es tal vez el único deporte que me gusta aunque sólo lo he practicado en mis mocedades; con anzuelo y una suerte loca pepenaba meros en el mar de Progreso, Yucatán. Servían para calmar el hambre de la tripulación y los pasajeros en yates particulares. Allí anduve vigilada por un inolvidable padre López que reprobaba mis bikinis que me obligaba a tapar con alguna camiseta infame; pero ni en sueños he visto un pez espada volador de seis pies de largo ni arponeé ballenas esperma. En cuanto a la caza, por el afán de poner fin a la vida de rinocerontes, búfalos, leones o ciervos para colgar cornamentas en las paredes o ver sus pieles convertidas en alfombras sobre el piso, sólo admito sin ambages que me parece abominable. Respecto a la guerra los adjetivos salen sobrando, aunque Hemingway siempre la condenó literariamente, y nunca he asistido a una pelea de box y hasta en las películas me tapaba los ojos para no ver los chorros de sangre ni oír cómo tronaban las narices de los contrincantes; ¿entonces, Hemingway tan ajeno a mi mundo, sin una educación formal que suplía con su genio, tan viril y violento, tan machote, con un universo poblado casi exclusivamente por hombres, por qué ha sido desde mi adolescencia uno de mis escritores más leídos? La respuesta es simple. Me fascina el retrato de sus personajes recios, pasionales y apasionados, definidos en pocos trazos. No desatiende la ropa que llevan puesta ni su estado de ánimo en correspondencia con su imagen. Sirve de muestra la descripción que hace al principio de El viejo y el mar.
“El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto”. O un poco después: “Eran unos hombros extraños, todavía poderosos, aunque muy viejos, y el cuello era también fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el viejo estaba dormido y con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada tantas veces, que era como la vela y los remiendos descoloridos del sol eran de varios tonos. Su cabeza era sin embargo muy vieja y con los ojos cerrados no había vida en su rostro”.1
Admiro su tino para cortar sobrantes aunque ocasionalmente algunas anécdotas necesitaron muchas páginas. Su manera de dar pasos hasta conseguir atmósferas, su especial cuidado de que cada historia tuviera una estructura diferente y no se pareciera a otra de las utilizadas, una manera distinta desplegándose ante nosotros metiéndonos en el relato. Sus diálogos irrepetibles, escuetos, certeros, secos como debía hablar su padre, las personas que lo rodearon en su niñez y a lo mejor como debió haber hablado él mismo. Su vocabulario común y corriente que William Faulkner criticaba por lo cual pensó retarlo a duelo. En una palabra, me fascina su técnica apretada y efectiva, capaz de engañarnos haciéndonos creer en una facilidad inexistente.
Ernest Hemingway con su familia, 1905
Ernest Hemingway con su familia, 1905
Concuerdo con quienes afirman que es mejor cuentista que novelista. “Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas”;2 sin embargo, Por quién doblan las campanas (1940), que sintetiza la contienda española de 1936 en la cual se involucró, fue considerada por él mismo su mejor obra. Sin duda fue la más leída muy probablemente por la difusión que le dio el cine llevando en los papeles estelares a Gary Cooper e Ingrid Bergman. La compañía Paramount le dio un cheque de ciento treinta y seis mil dólares para pagar los derechos de filmación y durante algún tiempo él trajo ese cheque en el bolsillo. Vinculado con el momento, hizo un cuento corto en el que poco se repara, “El viejo y el puente” de tres cuartillas trabajadas para el final que nos deja cimbrando y algunas viñetas; otras se inspiraron en la Gran Guerra. Son prosas breves. Carecen de planteamiento, se quedan en la parte medular y dejan que los lectores saquen conclusiones:
Estábamos en un jardín, en Mons. El joven Buckley llegó con su patrulla al otro lado del río. El primer alemán que vi trepó por la pared del jardín. Esperamos que pusiera una pierna encima y entonces hicimos fuego. Venía muy bien equipado. Un gesto de infinita sorpresa se reflejó en su rostro antes de caer. Después, otros tres escalaron el muro. Les tiramos, y a todos les pasó lo mismo.3
Durante el proceso para escribir la novela a la que me referí, primero se aficionó a las corridas de toros y escribió una pieza teatral, La quinta columna, y reunió con un criterio caprichoso Los primeros cuarenta y nueve cuentos (1938) que la editorial Lumen volvió a editar acompañados de una traducción muy cuestionable, llena de regionalismos y bastantes erratas. Debieron haber sido más cuidadosos puesto que se trataba de un libro distribuido también en el mundo de habla hispana. Tiene una hermosa evocación de Gabriel García Márquez, “Mi Hemingway personal” (1981). Cuenta que lo vio una sola vez en el bulevar Saint-Michel cuando el norteamericano había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme, vestido informalmente con una cachucha de béisbol, caderas estrechas y extremidades delgadas. Es cierto, en los noticieros y fotografías que lo captaban descalzo o con sandalias y sin calcetines, shorts beige y camisas de manga corta, esas mismas piernas se veían en desacuerdo con el resto del cuerpazo de 1.92 y 116 kilos que, se cuenta, pesaba todos los días en una antigua báscula colocada en su baño tras lo cual anotaba sobre la pared o sobre hojas de almanaques los que subía o bajaba. Lo hizo hasta poco antes de su suicidio, mientras habitó veinte años su finca La Vigía cerca de La Habana, en San Francisco de Paula, construida sobre un montículo de ciento diecinueve metros sobre el nivel del mar. Amueblada con comodidad, sin lujos, llena de sus trofeos de caza y carteles taurinos, objetos artesanales, un plato original de Picasso, piedras raras, fósiles. Las instalaciones de los jardines le permitían practicar deportes, tenis, natación. En la ciudad iba con frecuencia a las carreras, con más frecuencia al frontón y se hizo amigo de varios jugadores vascos. Todos sabemos que en su madurez escribía de pie como Goethe, sobre una especie de librero, tal vez para evitar los consabidos problemas de columna acarreados por la profesión. De joven, confesó en París era una fiesta, buscaba cafecitos tranquilos o se apoyaba en una mesa de su departamento frente a la ventana.
Fue reportero para Kansas City Star y poco después se alistó en la Primera Guerra Mundial y condujo una ambulancia. Trasferido al ejército italiano, lo hirieron de gravedad, vivencias que recogió en “En otro país”, donde rescata su convalecencia y el drama de un mayor, campeón de esgrima, con la mano destrozada. Esas impresiones también le sirvieron para hacer pequeños bocetos; luego colaboró en Toronto Star y al cabo de un tiempo estando en París los escritores exiliados Ezra Pound y Gertrude Stein, junto con Max Perkins, lo convencieron de que se convirtiera en escritor, sin imaginar seguramente que aquel muchacho apuesto con un hoyuelo en la mejilla derecha recibiría en 1953 el Premio Pulitzer y en 1954 el Premio Nobel de Literatura.
En una entrevista con George Plimpton, leída y comentada por todos los fanáticos de su obra, afirmaba que, al contrario de lo que suele divulgarse, el periodismo ayuda para soltarse y adquirir práctica. Estoy de acuerdo. También sirve para apaciguar la ansiedad de espíritu cuando los cuentos no acuden a la página en blanco y se piensa que jamás volverán. Los milagros toman su tiempo. No siempre tocan nuestra puerta.
En Milán, 1918
En Milán, 1918
La selección de Los primeros cuarenta y nueve cuentos empieza con “La breve vida feliz de Francis Macomber”, incluye “Las nieves del Kilimanjaro” (ambos fueron llevados al cine y le dejaron mucho dinero); dos historias inventadas a partir de una experiencia en África, y termina con “Padres e hijos”. Magistrales. El ejercicio de su oficio y su poder de observación lo habían adueñado de un estilo inconfundible. “La breve vida…” (donde muestra el respeto que tenía por los leones señores de su horóscopo) lo mismo que “Las nieves…” son de largo aliento tratándose de un cuentista; nos muestran lo que pueden ser los safaris. Uno tiene tres personajes principales descritos con pinceladas distribuidas al transcurrir el texto que en el remate concuerdan con el destino y la actitud de cada uno. El segundo lleva un epígrafe indispensable para entender cabalmente a su protagonista central que está muriéndose con una pierna gangrenada, junto a una mujer rica a quien no ama y llama zorra, y en su vigilia reconstruye pasajes de su vida. Se autoanaliza con el vaivén de la fiebre y del temor apaciguado por el whisky. Termina con un final abierto sin presagiar nada bueno. En el tercero, Hemingway escondió bien su autobiografía, las imágenes de su padre doctor y que le heredó la vocación por el suicidio, le regaló un rifle y lo enseñó a pescar. Le agradeció los obsequios pero realmente no sabía mucho de él y tampoco lograba escribir mucho en torno a esa persona que debió haberlo influido más de lo que se piensa, pero fue evocado de diferentes maneras. Prueba de ello quedó en “El médico y la esposa del médico”. Lo realmente interesante de “Padres e hijos” es el mensaje subliminal. Estaba convencido de que su hijo tampoco lograría penetrar en los secretos de su alma.
Hemingway pescando en Key West, 1928
Hemingway pescando en Key West, 1928
Buscaba que sus lectores encontraran nuevos mensajes en cada nueva lectura. Evitaba explicarlas pensando que de hacerlo sería un guía de turistas transitando el intrincado camino de las palabras. Por eso la visita con su hijo a las regiones de su infancia le aseguraba que el niño no rompería la barrera de la individualidad, como suele sucedernos cuando alguien entrañable muere dejándonos un rosario de preguntas sin respuesta. Solía describir el entorno donde sucedían las cosas y con frecuencia se regodeó en el paisaje de los Estados Unidos, cercano a Canadá, familiar desde su nacimiento, con altos árboles y húmedas cabañas de madera. Creo que a partir de esas impresiones se acostumbró a gozar el panorama rural o urbano. Y lo aprovechaba en la mayoría de sus cuentos. Como dice García Márquez, se apoderaba de Esmirna, África, España, Francia, del Hotel Ambos Mundos donde escribió algunos relatos y capítulos aislados de Las verdes colinas de África y de Tener o no tener. Se apoderó pues de todos los hoteles, restaurantes como el Floridita, que le servía para organizar fiestas a sus amigos boxeadores. Kid Turnero lo hubiera atestiguado. Se apoderó de muelles y senderos en los que estuvo, convencido de que los viajes y los diferentes climas y situaciones le servirían cuando fuera necesario. No observaba y retenía conscientemente datos, ni estaba siempre tratando de utilizar ciertas impresiones que se van almacenando en la gran reserva de cosas que un escritor sabe.
Casi nadie como él ha explicado sus hallazgos abriendo brechas para quienes llegamos luego, enseñándonos que en materia de cuentos la fórmula para entrar al asunto es directa, evitando preámbulos, sin perder tiempo en digresiones inútiles.
Quiso ser escritor desafiando la certeza de que escribir es tremendamente difícil. Escribía de mañana mientras hacía frío y se iba calentando con el trabajo. En épocas fructíferas de seis a doce. Leía lo que había hecho antes y sabía qué dirección tomar, salvo cuando novelaba. Entonces incursionaba sobre la marcha. Todos los días revisaba lo hecho y ocasionalmente corregía hasta treinta y nueve veces antes de quedar contento. No se preocupaba demasiado por un lugar preciso y tranquilo que le permitiera inspirarse pero consideraba el teléfono y las visitas como destructores de una vocación que sólo la muerte puede parar. Afirmaba además que la mala salud y las preocupaciones económicas son factores desfavorables. Respetaba a James Joyce porque con Ulises ayudó a romper restricciones en la pelea contra el lenguaje. Estaba consciente de que su tiempo para escribir era cada vez más corto y que si lo malgastaba cometía pecado mortal. Cuando le pedían nombrar sus influencias, mencionaba artistas de todas las disciplinas, Flaubert y John Donne que le dio título para su novela más leída, y Mozart, Van Gogh, Giotto y San Juan de la Cruz, entre otros. Con los que a primera vista nadie lo relacionaría. Pero formaban parte del aprendizaje que necesitó porque él tampoco supo desde el principio una serie de secretos, a pesar de que resulte difícil creerlo pues muy joven sacaba a prensas cuentos admirables. El 16 de mayo de 1925 (podía precisar la fecha exacta) mientras caía nieve en la feria de San Isidro de Madrid necesitó una sola sentada para “Los asesinos”, “Diez indios” y “Hoy es viernes”, este último a mi juicio su cuento menos logrado. Se vale diferir con un autor de la importancia que tiene García Márquez; pero no acabó de convencerme el resultado que obtuvo al reconstruir el martirio de Cristo eligiendo una taberna hebrea con diálogos entre soldados romanos que hablan como cowboys ni el añadido final de la palabra “telón”. ¿Intentó decirnos que el drama del crucificado, como los dramas de los hombres, fue una puesta en escena? Quizá. Todos los dramas personales son puestas en la escena de la vida. Sólo que en ese caso concreto una filosofía transformó a buena parte del género humano. De cualquier modo consiguió un curioso experimento que no deja de inquietarnos. Ese día, el día en que terminó tres cuentos uno tras otro, llevaba por dentro un impulso que ni la descarga de un rifle 505 con velocidad de salida de dos toneladas hubiera detenido.

“Los asesinos” le ganó treinta y siete mil quinientos dólares y presenta una fórmula genial. Logra que sus protagonistas se pinten a sí mismos con sólo abrir la boca. Cada uno se expresa como matón, camarero, rentista, boxeador. Para conseguirlo conocía toda la trama y el pueblo en que se desarrolla antes de tipear la primera frase y sin embargo sus cuentos, además de éste, van creciendo a medida que avanzan. Hemingway contó esa hazaña varias veces. Seguramente nunca la repitió. Escribir tres cuentos de una sola sentada es algo insólito. Se quedó dormido de cansancio y la patrona del hotel donde se hospedaba le mandó una botella de Valdepeñas para ver si terminaba por lo menos “un cuentito más”, un cuentito sin importancia.
No competía con otros autores. Sus personajes no estaban todos sacados de la gente conocida sino de la inventiva, la comprensión y la sabiduría. A menudo los trazaba, como dije, con unas cuantas líneas; pero tienen tres dimensiones y dejan vislumbrar por debajo sus debilidades y grandezas. Incluso cuando Hemingway no se enfrentaba al lápiz y al papel o a su máquina semiportátil Royal, modelo Arroz, andaba en busca de buenos temas para tratarlos en forma artística. Si muchas veces no se basaba en vivencias personales, procuraba hacerlas parecer como si las hubiera vivido en carne propia. Eso se llama destreza o habilidad o simplemente talento. Los buenos escritores inventan, transforman, aprovechan, buscan un tono y no lo sueltan a menos que lo juzguen absolutamente necesario. Y se había convencido de que entre más adelantaba en su literatura más solo y vacío quedaba. Aparte puso en circulación la idea del iceberg que dejaba bajo el agua tres cuartas partes y mostraba sólo la punta porque el resto era inservible y se había convencido de que necesitaba respetar y evitar lo que otros habían hecho bien, a menos que se encontrara una nueva manera de enfocarlo.
Ernest Hemingway
Ernest Hemingway
“Colinas como elefantes blancos”, “Allá en Michigan” y “Un canario para regalar” andan por otros rumbos. Rozan el tema del amor y sus complicaciones. Son muy distintos entre sí; pero igualmente entrañables y denotan un entendimiento profundo del corazón siempre dispuesto a equivocarse de una u otra forma; tratan de un aborto que ella acepta por complacer a su pareja desoyendo sus propios deseos. El lector sabe lo que pasa sin necesidad de que se mencione la palabra aborto ni una vez, basta con escuchar el diálogo; el otro, cuenta la virginidad perdida de una joven profundamente enamorada de un hombre que por estar borracho no se da cuenta. Y el otro más, la ceguera de una madre que acepta una serie de prejuicios tontos sin concederles siquiera el beneficio de la duda destruyendo la felicidad de su hija. Se prestan a muchas interpretaciones, revelan diferentes registros del autor y constituyen una lección casi inalcanzable de economía. En el universo de Hemingway poblado por hombres, la gran ausente es su madre que lo sacó un año de la escuela para que estudiara melodías y contrapunto pensando erróneamente que tenía habilidad. Ejecutaban en su casa música de cámara y formaban un cuarteto. Alguien venía a tocar un violín, su hermana tocaba la viola, su padre el piano y él tocaba el chelo “peor que nadie sobre la tierra”. Pero a lo mejor el asunto le dejó la capacidad de educar bien el oído para cantar en prosa.
Ernest Hemingway con Antonio Ordóñez, Madrid, 1960
Ernest Hemingway con Antonio Ordóñez, Madrid, 1960
“La capital del mundo” toma desde el principio un paso calmado con su planteamiento largo. Ocurre en la pensión Luarca de Madrid. Allí viven varios toreros, picadores, banderilleros fracasados por diferentes razones. Un par de sacerdotes a quienes las dignidades eclesiásticas no reciben mientras ellos desesperan, unas hermanas ocupadas del servicio que ese día salieron y un muchachito llamado Paco que se pone a jugar con el lavaplatos amarrando dos cuchillos a las patas de una silla para simular verónicas y trincherazos desafiando el peligro. Si el principio es lento, el final es rápido. La cuchillada atraviesa la femoral y ocurre en la cocina sin que nadie se entere, ni siquiera las hermanas del joven accidentado que habían ido al cine para ver una mala película de Greta Garbo y la comentaban. Las demás personas del albergue hacían más o menos lo mismo que solían hacer y gastaban su noche conforme a sus costumbres, excepto los dos curas finalizando sus oraciones y dispuestos a dormir. Paco nunca supo nada de eso y no tuvo tiempo siquiera de completar un acto de contrición, porque uno de los temas subliminales que aparecen en los relatos de Hemingway es la idea de que la desdicha o la muerte nos toman por sorpresa, al saltar una barda como los soldados alemanes, al improvisar un juego peligroso, al rasguñarnos una rodilla durante una cacería o simplemente al escoger un camino equivocado. Y la luna sigue su curso satelital, las estrellas brillan en el firmamento y el sol sale para todos. Pero a veces la infelicidad persiste aunque como si fuera una mosca tratemos de espantarla, enajenándonos, refugiándonos en un olvido imposible. En París era una fiesta, Hemingway hizo sus memorias, al menos parte de ellas. Es uno de sus libros más hermosos y reconstruye su juventud ansiosa llena de promesas cuando todavía no llegaba el desencanto; sin embargo llegó, y la ruptura de su primer matrimonio con Hadley, una de las tres mujeres a quienes más quiso y perdió. El último capítulo trasmite una tristeza enorme —extendida a “Un canario para regalar”— sin necesidad de ser explícita. Basta con la sensación y amargura que compartimos los lectores y el nudo en la garganta que nos obliga a sentir. Sin embargo, durante esa unión ya tenía relaciones con Pauline, en cuya compañía luego de un exitoso safari compró su yate pesquero Pilar al recibir un adelanto de tres mil trescientos dólares de la revista Esquire por diez relatos. El dato conllevaba una importancia literaria que ni el mismo Hemingway hubiera imaginado al guardar ese nuevo tesoro en Cojimar. Un puerto cercano a su finca que le procuró la escritura de una obra maestra. Sus demás esposas fueron Martha Gelhorn, corresponsal de la revista Colliers, aristocrática, elegante, exigente, algo cruel y una gran pasión que lo abandonó brutalmente causándole daños irreparables; Miss Mary Welsh y la bella italiana Adriana Ivancich, demasiado joven para él y católica. Al verla le pareció una llama y le devolvió, en una transformación prodigiosa, después de diez años estériles, el deseo de vivir y la escritura con Al otro lado del río y entre los árboles, denigrada por la crítica en el momento de su publicación.
Como sostuvo a menudo, las interrupciones traían consigo grandes peligros para el escritor y la pérdida de tiempo era un pecado; pero contradiciéndose, en La Vigía los compromisos sociales eran incesantes. Declaraba que se puede ser escritor serio sin ser solemne y apoyado en tal pensamiento empujaba las cosas demasiado lejos. Llevaba la vida de un gringo célebre que no se mezclaba con los intelectuales cubanos. Organizaba salidas de pesca, competencias de tiro al pichón, encuentros de box, fiestas de doscientos concurrentes, tardeadas alegres que culminaban en el Floridita. Ocasionalmente recibía invitados importantes, el duque de Windsor o Jean- Paul Sartre. En esos casos excepcionales se alegraba y recobraba fuerzas durante varios días. Al cabo recuperaba su mirada triste que volvía a brillar con la presencia de Ava Gardner, recientemente divorciada de Frank Sinatra e interesada en verse con su huésped Luis Miguel Dominguín, quien le preguntó si no había consultado a un psiquiatra. Tenía cincuenta gatos y se prestaba a ser parte de un espectáculo del circo Ringling Brothers metiéndose a la jaula de los leones. Así se mermaban sus fuerzas y la facilidad para crear.
Al parecer, Papa Hemingway, como lo llamaban sus íntimos (¿quién le habrá puesto ese sobrenombre?, ¿se debía al gran espacio que ocupaba su personalidad?), sufría una larga temporada sin encontrar alguna historia capaz de conmoverlo lo suficiente para contarla. Permanecía horas parado junto a su máquina sin dar un teclazo. Se apartaba, tomaba hojas limpias y lápices, se hurgaba el oído derecho, se mesaba sus cabellos cortos. Dejaba manuscritos inconclusos y ocultaba su estado de ánimo. Andaba mal de salud con la presión alta, la cabeza llena de ruidos y los oídos zumbándole. Entonces ya hablaba de suicidarse pero tenía un organismo muy fuerte. Durante su larga permanencia en La Habana bebía demasiado, buscaba el alcohol para tranquilizarse, estallaba en furias sin sentido y pasaba una época de sequedad, como decían los místicos cuando perdían la fe; sin embargo, con El viejo y el mar consiguió su canto del cisne. Por su extensión, ochenta y seis páginas de caracteres respetables, suele considerársele una novela corta. Para mí es un cuento largo construido con los recursos habituales de su autor y un único tema. En opinión de algunos amigos suyos allí mostró su verdadero yo porque era como los pescadores. Los comprendía y ellos a él, lo cual me parece cuestionable, pero ¿hasta qué punto se dibujó a sí mismo en la figura de aquel pescador ya sin confianza en sí mismo que prefería ser exacto y luego, cuando llegara la suerte, estaría dispuesto para atraparla? Andaba solo en un bote Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía ni un pez, por lo que sus condiciones de pobreza, parecidas a todos los pescadores de la zona, habían llegado a un grado estremecedor que advertimos cuando se describe su cama de periódicos donde tal vez yacerá definitivamente, su camisa remendada, la comida que le procuraba un muchacho por caridad, agradecimiento y cariño. Un muchacho del que fue maestro y lo había ayudado en épocas afortunadas. Tenían relaciones conmovedoras; pero al fin y al cabo el viejo padecía una soledad terrible con la que se lanzó al mar pensando que ya no estaba tan robusto como solía; sin embargo, conservaba muchos trucos y voluntad.
Herman Melville consiguió un clásico marino de dos tomos con Moby Dick o La ballena blanca. Hemingway, otro norteamericano, dijo que esta historia podía haber tenido mil cuartillas incluyendo a todos los pescadores de la villa, sus rutinas y cómo nacían y criaban a sus hijos; pero intentó y consiguió algo distinto. Podando en ochenta días de labor que le llevó afinar y mecanografiar. Eliminó lo innecesario para dejar la sensación de que había más de lo que contaba. Más tarde explicó: en Cojimar “decidí escribir un relato. Después comprendí que no tenía la capacidad para hacerlo. No porque desconociera las sutilezas de la pesca, pues entonces ya era un pescador experimentado. Se requerían otros conocimientos. Inicié el estudio de la aldea… Trece años después, cuando me senté a escribir el libro sabía todo sobre estas personas: de qué vivían, qué les gustaba, qué odiaban, qué les era indiferente. Conocía a cada familia y la biografía de cada uno de sus miembros”. 4 Afirmaba que paradójicamente hablando de la mala suerte tuvo una suerte increíble al trasmitir el episodio de un anciano y un chico conocidos suyos probablemente en sus salidas al mar. Sin duda le agradeció a su padre que le hubiera enseñado ese deporte porque sólo alguien con su práctica podía reflejarnos con tal veracidad, los trucos, el manejo del sedal, la belleza del océano cargado de especies y profundidades, los bonitos, las algas, el resplandor cayendo sobre la superficie azul y su tenebrosa frialdad nocturna.
portadas hemingway
El tema gira en torno a un hombre que en su juventud derrotó a un negro durante veinticuatro horas en una competencia de pulso. En su lancha se había acabado la fortuna pero no la voluntad de atrapar a un marlin enorme. Se adentra muchas millas hasta perder los contornos de la ciudad añorando disponer de radio para seguir un partido de béisbol, deporte del que es gran aficionado y admirador de las grandes ligas y en especial de Joe DiMaggio, cuyo padre también fue pescador. Persevera en su intento y consigue atrapar una presa que no puede subir a bordo. Entonces los tiburones la devoran. Dejan solamente el inmenso esqueleto poco antes de regresar. Cualquiera hallaría en esta historia una simbología compleja, sin importar que Hemingway despreciara los símbolos, según aseguraba. Se convirtió en un éxito mundial. Le concedieron un premio importante en Italia, fue la gota que derramó el vaso para que le otorgaran el Nobel y con ello le llegaron ofertas de Life y otras revistas y la propuesta de filmar con Spencer Tracy. Aceptó y fueron a Perú buscando un pez verdadero y no una imitación de plástico como proponían los productores, pero resultó una mala película como todas las que se basaron en su obra, salvo quizá Los asesinos con Ava Gardner y Burt Lancaster.
El pescador cubano Anselmo Hernández García, como suele suceder, se indignó por haberlo inspirado. Sin entender el complejo proceso literario, se expresaba desdeñosamente. No quería ver al escritor y decía: “Yo nunca he estado ochenta y cuatro días seguidos sin pescar nada. Ni me he pasado tres días peleando con una aguja (uno, sí), para luego perderla en boca de los tiburones. Tampoco he estado pulsando un día entero con un negro fuerte, como dicen que escribió Hemingway en el libro… ¿Pero es que alguien puede estar pulsando un día entero con otro hombre? Yo, por mi parte, no lo creo…”.5
Hemingway trabajando en su novela Por quién doblan las campanas, Sun Valley, Idaho, 1939
Hemingway trabajando en su novela Por quién doblan las campanas, Sun Valley, Idaho, 1939
Sobrevino una época de viajes, aclamaciones y contento. Regresó al África y a la amada Italia. Vinieron otros escritos, Tener y no tener, Islas en el Golfo, el proyecto de El verano peligroso. En Cuba triunfó la revolución encabezada por Fidel Castro. Algunos aseguran que Ernest Hemingway planeaba volver a los Estados Unidos porque no le gustaban los cambios efectuados en Cuba; pero sus declaraciones ante la prensa afirmaban que por primera vez había allí un gobierno de gente honrada. De cualquier modo, salió rumbo a Idaho. Buscó el pueblo tranquilo de Ketchum planeando descansar. Al lado del cementerio compró un terreno para su futura tumba. Las cosas no fueron como se esperaban. Afirmaba que tenía la cabeza repleta de aserrín. Padecía de hipertensión, diabetes y hepatitis, comenzó a fallarle la vista y a caérsele el cabello. Sufría una dermatitis aguda, ya no ocultaba sus malestares y parecía de ochenta años. Había perdido su juventud tan querida a la que irremediablemente veía al otro lado del río y entre los árboles. Las cosas empezaban a morirse en torno suyo. En medio de un tremendo agotamiento lo llevaron a Nueva York, donde los médicos diagnosticaron síndrome de ansiedad depresiva y aconsejaron un tratamiento que Mary Welsh no aceptó; y prefirió internarlo en la clínica de los hermanos Mayo en Baltimore. Allí le recetaron una serie de trece electrochoques sin preocuparse lo mínimo de que tenían como paciente a un gran escritor. Al regresar a su casa se sentía acosado, con las llamadas telefónicas y las cartas intervenidas.
En abril tuvo un primer intento de suicidio y luego un segundo. Esta vez lo mantuvieron dos meses en la institución Mayo hasta que lo diagnosticaron como sano. Cenó el primero de julio en un restaurante de Sun Valley. Al día siguiente se levantó a hurtadillas cubierto por una bata roja. Tomó una Boss de cacería con dos cañones, la equipó con un par de cartuchos y se voló la cabeza. Había puesto fin a su vocación. Cabe preguntarse por qué Miss Mary dejó un arma a su alcance y por qué los médicos se equivocaron a tal punto en lugar de respetar su capacidad creadora y mitigar sus sufrimientos.
Hemingway ya no vería al Tintorero en Venecia, ni tomaría sus famosos daiquirís y martinis, ni escucharía la música que tanto le gustaba, ni siquiera podría entablar esas largas y tediosas conversaciones que a veces emprendía sobre el origen de sus doscientas cincuenta cicatrices.

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