27 feb 2017

Dibs, en busca del yo


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Material de lectura (Hasta el final del capítulo 4, por lo pronto) 

Realiza la lectura del siguiente texto, elaborando,  en un documento de Documentos de Google, el análisis de los párrafos. 
Copia y pega la lectura y después de cada párrafo (que se encuentran numerados),  con tus propias palabras realiza el análisis. 
Recuerda que cuando leemos un texto nunca es el mismo para todos ya que cada uno tenemos nuestro propio punto de vista y lo vamos a interpretar de acuerdo a nuestra propia historia y contexto en el que hemos vivido.
Así mismo  contesta las preguntas o actividades que te encuentres durante el desarrollo del texto.
Envía tu avance por este medio, en asunto: Dibs.
Recuerda que el documento contiene una portada, como las elaboradas continuamente, bibliografía, conclusión y opinión personal.




Dibs, en busca del Yo


1En 1964 Virginia Axline publica un maravilloso libro titulado Dibs, en busca del yo sobre el caso de un niño autista tratado por ella con magníficos resultados. En él podemos ver como trabajaba esta terapeuta, ya que se grabaron en cinta magnetofónica, tanto las consultas con el niño como las entrevistas con la madre (los padres lo autorizaron), ocultando todo lo que pudiera identificarles, para preservar su anonimato.


Prólogo

2Esta es la historia de un niño en busca del yo, a través del proceso de la psicoterapia. De la experiencia de una persona viva, se creó un niñito llamado Dibs. Al encaminarse a enfrentar las fuerzas abruptas de la vida, crecieron dentro de él una nueva conciencia del ser, y el descubrimiento intenso de que tenía dentro de sí una estatura y una sabiduría que se ensanchan y se contraen influidas por el sol y las nubes, como, lo hacen las sombras.
3Dibs experimentó profundamente el complejo proceso de crecer, de esforzarse por los preciosos dones de la vida, de empaparse en el torrente solar de sus esperanzas y en la lluvia de sus penas. Lenta, tentativamente, descubrió que la seguridad de su mundo no estaba totalmente fuera de él, sino que el centro estabilizador que buscaba con tanta intensidad, se hallaba bien adentro de ese yo.
4Porque Dibs habla en un lenguaje que reta la complacencia de tantos de nosotros, y porque anhela lograr un ser que pueda orgullosamente reconocer su nombre y su lugar en el mundo, su historia se vuelve la historia de todos. A través de sus experiencias en el cuarto de juegos, en el hogar y en la escuela, su personalidad se desenvuelve gradualmente y realza, en cierta forma gentil, la vida de otros que tuvieron el privilegio de conocerlo.

Actividades:

       1. Realiza el análisis de los párrafos de acuerdo a la numeración.
2. Elabora una breve reseña biográfica de la autora VIRGINIA M. AXLINE.
3.   Explica en qué consiste la terapia de juego.
4.   ¿Cuáles son los ocho principios básicos de la terapia de juego?
(Pasa el cursor por el enlace para mayor información)



Capítulo 1



1Era la hora del almuerzo, la hora de ir a casa, y los niños se movían en desorden por el salón, a su manera ruidosa acostumbrada, perdiendo el tiempo, poniéndose abrigos y sombreros; pero Dibs, no: se había arrinconado en una esquina del salón y estaba ahí agachado, con la cabeza baja, los brazos cruzados apretadamente sobre el pecho, sin hacer caso de que era hora de regresar a casa. Miss Jane y Hedda ayudaban a los otros niños cuando era necesario, y vigilaban a Dibs subrepticiamente.
Los otros niños dejaban la escuela cuando sus madres llegaban por ellos. Ya solas con Dibs, las maestras intercambiaron miradas y lo observaron acurrucado contra la pared.
—Es tu turno —dijo Miss Jane, y salió silenciosamente del salón.

—Andale, Dibs. Es hora de ir a casa. Es hora del almuerzo —dijo pacientemente Hedda.
Dibs no se movió; su resistencia era tensa y resuelta.
—Te ayudaré con tu abrigo —dijo Hedda, acercándose lentamente a él, llevándole la prenda.
Él no levantó la vista. Se apretó hacia atrás contra la pared, con la cabeza hundida entre los brazos.
—Por favor, Dibs. Tu madre no tardará en estar aquí.
La señora siempre llegaba tarde, probablemente esperando que la batalla del sombrero y del abrigo hubiera pasado, a fin de que entonces Dibs se fuera tranquilamente con ella.
Hedda estaba ahora junto a Dibs. Se inclinó y le acarició el hombro.
—Andale, Dibs —dijo gentilmente—. Tú sabes que es hora de irnos.
Como una pequeña furia, Dibs la atacó, golpeándola con los pequeños puños apretados, arañándola, tratando de morderla, gritando:
—¡No voy a casa! ¡No voy a casa! ¡No voy a casa! —era el mismo grito de todos los días.
—Ya sé —dijo Hedda—; pero tienes que ir a casa a comer. Quieres llegar a ser grande y fuerte, ¿o no?
Súbitamente Dibs perdió la energía. Dejó de atacar a Hedda. La dejó que le metiera los brazos en las mangas del abrigo y que se lo abotonara.
—Regresarás mañana —dijo Hedda.

2Cuando su madre llegó por él, Dibs se fue con ella, inexpresivo, con la cara manchada por las lágrimas.
Algunas veces la batalla duraba más y no había pasado cuando su madre llegaba. Las veces que eso ocurría, ella mandaba por el chofer, un hombre muy alto y fuerte. Este entraba, tomaba a Dibs en los brazos, y lo llevaba al automóvil, sin decir palabra a nadie. Algunas veces Dibs gritaba por todo el camino hacia el auto y golpeaba al chofer con los puños apretados; otras, se callaba súbitamente, derrotado y sin energías. El hombre nunca le hablaba a Dibs. Parecía no importarle si lo atacaba y gritaba o si se callaba inmediatamente y se quedaba pasivo.
Dibs había asistido a esta escuela particular durante casi dos años. Las maestras habían hecho todo lo que estaba de su parte para establecer una relación con él, obtener una respuesta suya, pero no habían tenido éxito. Dibs parecía determinado en mantener alejados a todos; al menos, eso era lo que Hedda pensaba. Había hecho algunos progresos en la escuela.

3Cuando empezó a asistir, no hablaba y nunca se aventuró fuera de su silla. Se sentaba ahí mudo e inmóvil toda la mañana. Después de muchas semanas empezó a dejar su silla y a gatear por el salón, aparentemente mirando algunas de las cosas que había a su alrededor. Cuando alguien se le acercaba, se acurrucaba sobre el piso y no se movía. Nunca veía a nadie directamente a los ojos, ni respondía cuando alguien le hablaba.
El récord de asistencias de Dibs era perfecto. Todos los días su madre lo traía a la escuela en el automóvil. A veces ella lo guiaba hacia adentro, torvo y silencioso, o el chofer lo cargaba y lo dejaba justo adentro de la puerta. Nunca lloraba o gritaba al llegar a la escuela. Cuando lo dejaban ahí precisamente dentro de la puerta, se quedaba de pie, lloriqueando, esperando hasta que alguien se le acercara y lo condujera al salón. Cuando portaba abrigo no trataba de quitárselo; una de las maestras, al saludarlo, se lo quitaba, y lo dejaba solo. Los otros niños pronto se ocupaban en alguna actividad en grupo o en tareas individuales. Dibs pasaba el tiempo gateando por los extremos de la habitación, escondiéndose bajo las mesas, o tras el piano, mirando libros todo el tiempo.
4En la conducta de Dibs había algo que desafiaba a las maestras a ponerlo en alguna categoría, volublemente y en forma rutinaria, y a dejarlo seguir su camino: ¡su conducta era tan dispareja! En alguna ocasión, parecía ser extremadamente retrasado mental; en otra, hacía rápida y tranquilamente algo que indicaba que quizá tenía una inteligencia superior. Si pensaba que alguien lo estaba observando, se escondía rápidamente en su concha. La mayor parte del tiempo se arrastraba por los extremos del salón, acechando bajo las mesas, meciéndose de atrás para adelante, masticando el costado de su mano, chupándose el pulgar, postrándose rígido en el piso cuando alguna de las maestras o alguno de los niños trataba de involucrarlo en alguna actividad. Era un niño solitario en lo que debe de haberle parecido un mundo frío y hostil.
Caía presa de berrinches algunas veces cuando era hora de ir a casa, o cuando alguien trataba de forzarlo a realizar algo que no quería hacer. Las maestras habían decidido que siempre lo invitarían a unirse al grupo, pero que nunca tratarían de forzarlo a hacer algo, a menos que fuera absolutamente indispensable. Le ofrecían libros, juguetes, rompecabezas, toda clase de materiales que pudieran interesarle. Él no tomaba nada, directamente, de nadie. Si el objeto se colocaba en una mesa o en el piso cerca de él, más adelante lo tomaba y lo examinaba cuidadosamente. Nunca dejó de aceptar un libro. Escudriñaba las páginas impresas «como si pudiera leer», como decía tan a menudo Hedda.

5Las maestras estaban perfectamente desconcertadas con Dibs. La psicóloga de la escuela lo había observado y había tratado de ponerle algunas pruebas, pero Dibs no estaba preparado para ellas. El pediatra del plantel lo había visto varias veces y al final se dio por vencido, no sin desesperación. Dibs desconfiaba del médico, con su bata blanca, y no le permitía acercársele. Se ponía de espaldas contra la pared y extendía las manos hacia adelante, «listo para rasguñar», preparado para atacar si alguien se acercaba demasiado.
—Es un niño extraño —había dicho el pediatra—. ¿Quién puede saberlo? ¿Retrasado mental? ¿Psicótico? ¿Dañado del cerebro? ¿Quién puede acercársele lo suficiente para averiguar lo que le pasa?

6No era aquella una escuela para débiles mentales o para niños con problemas emocionales, sino un plantel particular, muy exclusivo para niños de tres a siete años de edad, en una hermosa mansión antigua del alto lado oriente; por tradición atraía especialmente a los padres de niños muy inteligentes y sociables.
La madre de Dibs había convencido a la directora para que lo aceptara a él. Había usado influencias a través de la mesa directiva para que lo admitieran. La tía abuela de Dibs contribuyó generosamente al sostenimiento de la escuela. Debido a estas presiones fue admitido en el grupo de educación prescolar.
Las maestras habían sugerido varias veces que Dibs necesitaba ayuda profesional.
—Denle más tiempo —había sido siempre la respuesta de la madre.
Casi habían pasado dos años y aunque él había progresado un poco, las maestras sentían que no era suficiente. Pensaban que era injusto para Dibs dejar que la situación se prolongara indefinidamente. Ellas solo podían esperar que él saliera de su concha. Cuando hablaban de Dibs (y no pasaba ningún día sin que lo hicieran), siempre acababan igualmente desconcertadas y desafiadas por el niño. Después de todo, solo tenía cinco años. ¿Podía realmente darse cuenta de todo lo que pasaba a su alrededor y mantener todo encerrado dentro de sí mismo? 

7Parecía leer los libros sobre los que se abstraía; esto, se decían, era ridículo. ¿Cómo podía un niño leer si no se podía expresar verbalmente? ¿Podría un pequeñín tan complejo ser un débil mental? Su conducta no parecía la de un retrasado mental. ¿Vivía acaso en un mundo de su propia creación? ¿Sería autista? ¿Estaba fuera de contacto con la realidad? Más a menudo parecía que su mundo era una realidad hiriente, un tormento, una desdicha.
El padre de Dibs era un conocido científico, brillante, decían todos, pero nadie en la escuela había tenido oportunidad de conocerlo. Dibs tenía una hermana menor. Su madre decía que Dorothy era una niña «muy inteligente» y «una criatura perfecta». La niña no asistía a esa escuela.
 Finalmente, el profesorado había decidido que algo debería hacerse con Dibs. Algunos de los otros padres de familia se habían estado quejando de su presencia en la escuela, especialmente después de que había arañado o mordido a algún niño.

8Fue, en este punto, cuando se me invitó a asistir a una conferencia acerca del caso, dedicada a tratar los problemas de Dibs. Soy psicóloga clínica, y me he especializado en trabajar con niños y padres de familia. Oí hablar de Dibs por primera vez en esa conferencia, y lo que he escrito aquí fue relatado por las maestras, la psicóloga de la escuela y el pediatra. Me preguntaron si vería a Dibs y a su madre para después darles mi opinión antes de que decidieran despedirlo de la escuela y catalogarlo como uno de sus fracasos.
 —Tuve una entrevista con su madre la semana pasada —me dijo Miss Jane—. Le indiqué que con toda probabilidad tendríamos que despedirlo de la escuela, pues sentíamos que habíamos hecho todo lo que podíamos por ayudarlo y que nuestros mejores esfuerzos no habían sido suficientes. Se alteró mucho, es una persona muy difícil de tratar. Estuvo de acuerdo, luego, en dejarnos llamar a un especialista y en que tratáramos de evaluar a Dibs una vez más. Después dijo que si no lo podíamos mantener aquí, nos agradecería que le diéramos el nombre de alguna institución privada para internar a niños débiles mentales. Dijo que ella y su esposo han aceptado el hecho de que quizá sea Dibs un retrasado mental o esté dañado del cerebro.
Este comentario provocó una explosión de Hedda.

9—¡Ella prefiere creer que es un retrasado mental, que admitir que tal vez está perturbado emocionalmente, y que quizá es ella misma la responsable de esto! —exclamó.
—Parece que no podemos ser muy objetivas acerca de él —dijo Miss Jane—. Creo que es por eso por lo que hemos tenido a Dibs con nosotras tanto tiempo y por lo que hemos exagerado el poco provecho que ha logrado. No podíamos soportar la idea de rechazarlo y de no haber tomado parte en su defensa. Nunca hemos podido discutir acerca de Dibs, sin sentirnos involucradas en nuestras propias reacciones emocionales en lo que a él concierne y a las actitudes de sus padres. Y ni siquiera, nos sentimos seguras de que nuestras actitudes acerca de estos sean justificadas.
—Estoy segura de que Dibs se halla a punto de salir del atolladero —dijo Hedda—. No creo que pueda mantener firmes sus defensas por mucho más tiempo.
10Obviamente había algo acerca de este niño, que había cautivado el interés y los sentimientos de las maestras. Yo podía sentir su compasión por el pequeño; podía advertir el efecto de su personalidad, y la abrumadora conciencia de nuestras limitaciones para comprender en términos claros, concisos, inmutables, las complejidades de una personalidad. Me percataba, yo, del respeto que hacia él sentían los integrantes de la conferencia.
Se decidió que yo vería a Dibs en una serie de sesiones de terapia de juego, si sus padres estaban de acuerdo con la idea. No teníamos manera de saber en qué forma esto habría de sumarse a la historia de Dibs.

Actividades: (Pasa el cursor por los enlaces para mayor información)
1Realiza el análisis de los párrafos de acuerdo a la numeración indicada.
2. ¿Qué es el autismo?

¿Qué son los trastornos del espectro autista?

3. Observa con atención el siguiente video del Síndrome de Asperger y realiza un análisis detallado del mismo. 

Síndrome de Asperger - Mary and Max     



Capítulo 4 


1En varias semanas no tuve noticias de la madre de Dibs. Llamé a la escuela y pregunté a la directora si había sabido algo de los padres del niño; me dijo que no. Pregunté por Dibs. Ella me dijo que las cosas seguían más o menos como de costumbre. Dibs había estado asistiendo a la escuela regularmente. Ellas estaban manteniéndose a la expectativa, esperando que las sesiones de la terapia de juegos pronto empezaran.

Así estaba la situación, cuando una mañana recibí la forma firmada por los padres, dándome permiso de grabar las sesiones. Había también una breve nota en la que participaban sus deseos de cooperar en nuestro estudio del niño y en la que sugerían que los llamara para ponernos de acuerdo en las citas semanales para ver a Dibs.



2Fijé la entrevista para la tarde del jueves siguiente, en el cuarto de juegos del Centro. Pedí a mi secretaria que llamara a la madre de Dibs y le preguntara si la hora era conveniente. La señora contestó que sí, y que lo llevaría al Centro.

Varios de nosotros respiramos tranquilos. Era claro que esta familia no tomaba tales decisiones a la ligera; así, solo se podía especular sobre el posible significado de la demora en aceptar la terapia de juego e imaginar el torbellino y las dudas que aquellos padres sortearon al estudiar el siguiente movimiento que habrían de hacer. ¿Y qué pasaba con Dibs mientras tanto? ¿Habrían estado dirigiéndole miradas pensativas, tratando de medir los posibles resultados de cualquier evaluación de su capacidad? Era muy probable que hubieran estado sopesando todos los aspectos involucrados en esta aventura. Había sido una verdadera tentación llamar a la madre y urgirla a que trajera a Dibs, o preguntarle si habían tomado una decisión. No lo había yo hecho porque pensé que no teníamos nada que ganar tratando de forzar una decisión (si es que no se había ya tomado una), y sí mucho que perder, si todavía estaban considerando lo que habrían de hacer. Había sido aquella una espera larga y frustrante.

3Dibs llegó al Centro puntualmente, con su madre, quien dijo a la recepcionista que regresaría por él en una hora y lo dejó en la sala de espera. Entré a saludarlo. Estaba de pie en el lugar en que su madre lo había dejado, con el abrigo puesto, sus guantes, y sus botas.

Caminé hacia él:

—Buenas tardes, Dibs —le dije—. Qué agradable verte otra vez. Vamos al salón de juegos. Está al final de este patio.

Dibs extendió la mano y me la dio en silencio. Caminamos juntos hasta el salón de juegos.

—Este es otro cuarto —le expliqué—. Se parece al que está en tu escuela: en el que nos vimos hace unas semanas.

—Sí —me respondió con voz vacilante.

Aquel salón se encontraba en la planta baja. Estaba lleno de sol. Era un lugar más atractivo que el otro, aunque el equipo resultaba esencialmente el mismo. Las ventanas daban a un estacionamiento, a cuyo lado había una gran iglesia.

4Cuando llegamos al salón de juegos Dibs lo recorrió todo lentamente, tocando los materiales, nombrando los artículos que había en él, con la misma inflexión interrogante que había usado en la primera visita al cuarto de juegos anterior:

—¿Caja de arena? ¿Caballete? ¿Silla? ¿Pintura? ¿Coche? ¿Muñeca? ¿Casa de muñecas? —y así siguió nombrando cada objeto que tocaba. Después varió un poco el sistema—: ¿Es este un coche? Sí, este es un coche. ¿Es esto arena? Sí, esto es arena. ¿Es esto pintura? Sí, es pintura.

Después de haber completado el primer circuito de la habitación, le dije:

—Sí. Hay cosas diferentes en este cuarto, ¿verdad? Y has tocado y nombrado casi todas.

—Sí —dijo suavemente.

No quería apresurarlo. Deseaba yo que tuviera tiempo de mirar y explorar: cada pequeñito necesita tiempo para explorar el mundo, a su manera.

Se detuvo a mitad del cuarto.

Al cabo de un rato le pregunté:

—¡Oye Dibs!, ¿no quieres quitarte el sombrero y el abrigo?

—Sí —me dijo—. Tú te quitas tu sombrero y tu abrigo, Dibs. Tú te quitas tu sombrero. Tú te quitas tu abrigo, Dibs.

No hizo el menor movimiento para ejecutar alguna de estas cosas.

—Entonces, ¿te gustaría quitarte el abrigo y el sombrero? —pregunté—. Pues bien, Dibs. Andale. Quítatelos.

—También los guantes y las botas —dijo.
—Está bien —repliqué—. Quítate tus guantes y tus botas también, si quieres.
—Bueno —dijo casi en un susurro. Se quedó ahí de pie, jaloneando inútilmente, con ademanes inquietos, las mangas del abrigo. Empezó a lloriquear. Se quedó parado frente a mí, la cabeza colgando, lloriqueando.
—Te gustaría quitártelos, pero quieres que yo te ayude… ¿Sí? —pregunté.
—Está bien —dijo. Había un sollozo en su voz cuando replicó.
Me senté en una sillita y le dije:
—Bueno, Dibs, si quieres que te ayude a quitarte el abrigo y el sombrero, ven acá y te ayudaré.
5Esto también lo hice con un propósito. Ofrecí ayudarle, pero me senté en tal lugar del salón a fin de que él tuviera que dar unos pasos para llegar hasta mí.
Caminó vacilante hasta mi lugar:
—Las botas también —dijo, roncamente.
—De acuerdo: quitaremos también las botas —le respondí.
—Y los guantes —dijo, alargó las manos hacia mí.
—Muy bien. Y los guantes también —repliqué. Le ayudé a quitarse guantes, sombreros, abrigo, botas. Puse los guantes en la”“bolsa del abrigo, le di este y el sombrero. Los dejó caer en el piso. Los recogí y los colgué de la perilla de la puerta.
—Vamos a dejarlos ahí, hasta que sea hora de que te vayas —le dije—. Pasaremos una hora juntos aquí; después regresarás a casa.
No me contestó. Se dirigió hacia el caballete y miró las pinturas. Se quedó ahí inmóvil por mucho tiempo; después pronunció los nombres de los colores que había en el caballete. Lentamente los reacomodó: colocó el rojo, el amarillo y el azul en la repisa del caballete. Con mucho cuidado, los separó y en los espacios adecuados añadió otros tonos para completar los seis colores primarios del espectro. Luego puso el color terciario en los lugares correctos, agregó el blanco y el negro, y tuvo en la repisa del caballete la escala completa de colores con sus tonalidades. Esto lo hizo en silencio, lenta y cuidadosamente.
Una vez que los tuvo todos alineados en orden, tomó uno de los frascos y lo examinó: miró hacía el interior, meneó con precaución la pintura con el pincel que había adentro, levantó el frasco hacia la luz y pasó los dedos ligeramente sobre la etiqueta.
—Pinturas Favor Ruhl —dijo—. Rojo; Pinturas Favor Ruhl. Amarillo: Pinturas Favor Ruhl. Azul: Pinturas Favor Ruhl. Negro.
Esta era una respuesta parcial a una de las preguntas. Resultaba obvio que estaba leyendo las etiquetas. Eran desde luego, Pinturas Favor Ruhl, y había arreglado y nombrado los colores correctamente.
—Bueno —dije—. Así es que puedes leer las etiquetas de los frascos de pintura. Y sabes todos los nombres de los colores.
—Sí —dijo con voz vacilante.
6Después se sentó ante la mesa y alcanzó la caja de crayolas. Leyó el nombre impreso en la caja. Luego tomó la roja y escribió con nítidas letras de imprenta, rojo. Hizo lo mismo con todos los otros colores y los usó en la misma secuencia ordenada, en un círculo. Al irlas escribiendo las deletreaba, nombrando letra por letra.
Lo observé. Traté de responder verbalmente reconociendo el intento que hacía por comunicarse conmigo en esta actividad.
—¿Vas a deletrear los nombres de cada color y a escribirlo con ese mismo color? ¿Sí? Mira: r-o-j-o; dice rojo, ¿verdad?
—Sí… —dijo lenta y temblorosamente.
—Y estás haciendo una rueda cromática, ¿verdad?
—Sí… —murmuró.
Tomó las acuarelas. Leyó la marca de fábrica grabada en la caja. Con el pincel pintó manchas de color en un pedazo de papel para”“dibujo; lo hizo, siguiendo la misma secuencia deliberada y rígida.
Traté de mantener mis comentarios en línea con la actividad, procurando no decir nada que indicara cualquier deseo de mi parte de que él hiciera una cosa determinada, sino más bien tratando de comunicarme, entendiéndolo y manteniendo mi reconocimiento [con sencillez] dentro del marco de referencia. Yo quería que él trazara el camino: yo lo seguiría. Quería que desde el principio supiera que él marcaría el paso en esa habitación y que yo reconocería sus esfuerzos para establecer una comunicación mutua con alguna base concreta de realidad en la experiencia compartida por ambos. No quería exagerar ni proclamar acerca de su habilidad de hacer todas estas cosas. Era obvio que podía hacerlas. Cuando la iniciativa se deja al individuo, este seleccionará aquello dentro de lo”“que siente mayor seguridad. Cualquier aspaviento de sorpresa o de alabanza podría ser interpretado como indicación de la ruta que él debiera tomar, y cerrarse así otras áreas de exploración que podrían resultar mucho más importantes para él. —Todos procedemos con una cautela que protege la integridad de nuestra personalidad—. Nos estábamos conociendo. Estas cosas que Dibs mencionaba, esos objetos de la habitación, que no implicaban ningún afecto serio, eran los únicos ingredientes compartidos a esas alturas para establecer la comunicación entre nosotros dos. Para Dibs, estos eran conceptos seguros.
7De vez en vez miraba hacia mí, pero cuando nuestras miradas se encontraban, inmediatamente las dirigía hacia otro lado.
En verdad, sus actividades iniciales habían sido una revelación. Hedda tenía buenos fundamentos para su fe en Dibs. Él se”“hallaba, desde luego, no solo a punto de surgir, sino que estaba emergiendo: cualesquiera que fuesen sus problemas, podíamos descartar el del retraso mental.
Se metió a la mesa de arena. Alineó los soldados, emparejándolos de dos en dos. La arena se le metió en los zapatos. Volteó a verme, señaló sus zapatos, lloriqueó.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Se te está metiendo la arena en los zapatos?
Asintió con la cabeza.
—Si quieres quitártelos, puedes hacerlo —le dije.
—Sí —replicó con voz ronca. Pero no se los quitó; en vez de eso, se quedó ahí sentado, mirándose los zapatos fijamente, lloriqueando. Esperé. Finalmente habló—: tú te quitarás los zapatos —dijo, hablando con grandes esfuerzos.
—Quieres quitártelos, pero que yo te ayude —repliqué—. ¿Es eso lo que quieres?
Asintió con la cabeza. Lo ayudé, desatando las agujetas y quitándole los zapatos. Tocó cuidadosamente la arena con los pies y en unos cuantos minutos más se salió de la caja.
Caminó hacia la mesa y contempló los cubos. Entonces lenta y deliberadamente, hizo una torre con ellos. La pila de cubos tembló y se desplomó. Dibs apretó las manos.
—¡Miss A! —gritó, dándome el nombre que habría de usar de ahí en adelante siempre que se refería a mí—: ayúdeme. Pronto.
—Te gusta que te ayude, ¿verdad? —comenté.
—Sí —dijo, dirigiéndome otra de sus miradas huidizas.
—Bueno, ¿qué quieres que haga? —le pregunté—. Tú dímelo, Dibs.
Permaneció de pie junto a la mesa, mirando hacia los cubos, con las manos todavía fuertemente apretadas contra el pecho.
Se quedó en silencio. Yo también.
8¿Qué estaría pensando? ¿Qué estaba buscando? ¿Cuál sería la ayuda más eficaz para él en ese momento? Yo quería comunicarle mis intenciones sinceras de comprenderlo. Yo no sabía lo que él estaba buscando. Probablemente él tampoco lo sabía, en este punto de nuestra incipiente relación. Ciertamente, no era apropiado hurgar en su mundo privado y tratar de extraerle las respuestas. Si yo pudiera hacer llegar hasta Dibs mi confianza en él como persona que tenía buenas razones para hacer todo lo que hacía, y si yo pudiera trasmitirle la idea de que no había respuestas escondidas que él tuviera que adivinar, ningunas normas de conducta o expresión que no estuvieran abiertamente declaradas, ninguna presión para que él leyera mis pensamientos y”“diera con la solución que yo había escogido, ninguna prisa para hacerlo todo hoy, entonces, quizá, Dibs captaría más y más una sensación de seguridad y de la corrección de sus propias reacciones, de modo que las pudiera aclarar, comprender, y aceptar. Esto llevaría tiempo, un verdadero esfuerzo, y una gran dosis de paciencia por parte de ambos, y siempre debería ser básica y fundamentalmente sincero.
Súbitamente se inclinó sobre la mesa, tomó un cubo en cada mano, y los hizo chocar con fuerza:
—Un choque —dijo.
—¡Ah! —comenté—. ¿Fue eso un choque?
—Sí… —replicó—. ¡Un choque!
Un camión de carga entró al estacionamiento y se detuvo frente a la ventana abierta. Dibs se acercó a la ventana y empezó a cerrarla. Aun con la ventana abierta hacía mucho calor dentro de la habitación; a pesar de ello, Dibs dio vuelta a la manija para cerrarla.
—Cierra la ventana —dijo.
—¿Quieres cerrar la ventana? —le pregunté—. Hace mucho calor aquí, aun con la ventana abierta.
—Está bien —respondió Dibs—. Tú la cerrarás, Dibs.
—¡Ah! —dije—. La quieres cerrada de todos modos.
—Sí —dijo—. ¡Dibs la cierra! Hablaba con firmeza.
—Tú sabes bien lo que quieres, ¿verdad? —comenté.
9Con un ademán brusco se frotó la carita manchada de lágrimas. Habría sido tan fácil tomarlo en mis brazos y consolarlo, alargar la hora, tratar abiertamente de darle demostraciones de afecto y simpatía. ¿Pero qué valor habría tenido añadir otros problemas emocionales a la vida de este niño? Él tenía que regresar a su hogar sin que importara cómo se sintiera por ello. El hecho de evitar hacerle frente a este factor de realidad no lo ayudaría: necesitaba desarrollar fuerza para enfrentar a su mundo y esa fuerza debería surgir de él y él tenía que experimentar personalmente esa habilidad para encarar su ámbito tal y como este era. Todos los cambios de importancia deberían salir de él. Nosotros no podíamos influir en su mundo exterior para cambiarlo.
10Al fin estuvo listo para partir. Me tomó de la mano y caminó conmigo hacia el cuarto de recepción. Su madre ya estaba ahí esperándolo, tan parecida a él: incómoda, tensa, insegura de sí misma y de la situación. Cuando Dibs la vio, se tiró boca abajo en el piso y pataleó y gritó su protesta. Me despedí de él, dije a su madre que lo vería la próxima semana, y me retiré. Hubo un alboroto en la sala de espera cuando la señora trató de hacer que se levantara para partir. Ella se sentía perturbada y exasperada por su conducta.
Este acontecimiento me entristeció, pero no atiné a hacer otra cosa más que dejarlos ahí para que resolvieran el problema a su modo. Me pareció que si me quedaba ya fuera para contemplarlos o para intervenir, solo lograría confundir y complicar la situación. Yo no quería aparentar tomar partido, ya fuera en favor o contra Dibs o de su madre; no quería hacer nada que implicara crítica de la conducta de cualquiera de ellos, o de apoyar o rechazar a la madre o al niño. Así es que me pareció que dejar la escena sin comprometerme personalmente en ella era lo mejor.

Actividades:

a) Realiza una conclusión de la lectura, argumenta tu respuesta y apoyate en los párrafos que sean necesarios, así como en las ideas principales del texto.

b) Cuál es tu opinión personal de Dibs y argumenta cómo influye la familia en su desarrollo emocional.

c) Elabora una presentación tipo PPT (Presentaciones de Google), con la información obtenida en tu análisis y envíala  por Classrom.


Pasaje de: Virginia M. Axline. “DIBS, en busca del yo.” 1ª ed. 1964. Editorial Diana. 

Con autorización de Editorial Diana.

Es posible que este material esté protegido por copyright.

Capítulo 7

1La tarde del siguiente jueves, cuando Dibs llegó al Centro Infantil de Guía Sicológica, me saludó con una rápida sonrisa y se encaminó al cuarto de juegos, adelante de mí. Entró y se dirigió a la casa de muñecas.
—Esto está diferente —dijo—; han cambiado las cosas.
—Probablemente, alguien más ha jugado con ellas —dije.
—Sí —comentó Dibs. Se dio vuelta e inspeccionó la mesa de arena.
—Y los animales también —dijo—; no están como los dejé.
—Quizás alguien ha estado jugando con ellos también —comenté.
Eso es lo que parece —dijo Dibs. Se quedó en el centro de la habitación, escuchando.
—¿Oyes la máquina de escribir? —me preguntó—; alguien está escribiendo a máquina. Alguien escribe letras con la máquina de escribir.
—Sí, lo oigo —repliqué.
Dibs tenía la particularidad de introducir objetos seguros, inanimados, como tema de las conversaciones que parecía utilizar como un escudo defensor cuando algo lo molestaba. Se hallaba alterado porque los juguetes no estaban como él los había dejado. Había pedido que no se movieran de donde él los había puesto al despedirse después de la última sesión, pero nadie le prometió nada ni se le dieron explicaciones. Esto se evitó, de propósito, porque parecía importante para Dibs, como para todos los niños, aprender por experiencia que ninguna parte de su mundo es estática y controlable. Ahora que él había encontrado evidencia concreta de su mundo cambiante sería importante trabajar con sus reacciones hacia él, no asegurándolo ni con largas explicaciones o disculpas, ni con palabras, palabras, palabras, arrojadas hacia él como un sustituto, sino con la experiencia de que, de ahora en adelante, tendría para tomar una medida de su propia habilidad para hacer frente a un mundo siempre cambiante.
Se encaminó hacia la mesa y se quedó mirando fijamente la arena aplanada y las figuras mezcladas que yacían sobre ella.
—¿Dónde está mi patito? —preguntó.
—¿Te estás preguntando qué le pasó al patito que dejaste hasta arriba de la montaña de arena? —pregunté.

2Se dio vuelta rápidamente y me miró de modo directo.
—Sí… —dijo enojado— ¿dónde está mi patito?
—Tú dijiste que querías que se quedara ahí y alguien lo ha movido —repliqué, tratando de recapitular la situación, reduciendo la intensidad de sus reacciones por medio de mis respuestas de manera que él pudiera identificar sus pensamientos y sentimientos con más exactitud.
Se me acercó hasta quedar junto a mí y me miró a los ojos.
—Sí… —dijo enfáticamente— ¿porqué?
—¿Te preguntas por qué no me encargué de que se quedarán en los mismos lugares en que los dejaste? —comenté.
—Sí… —dijo— ¿por qué?
—¿Por qué crees que dejé que eso sucediera? —le pregunté.
—No lo sé… —replicó— eso me enoja. ¡Debiste haberlo hecho!
Ahora era mi turno de hacer preguntas.
—¿Por qué debí hacerlo? —pregunté—; ¿acaso te prometí que lo haría?
Bajó la vista hacia el piso:
—No —replicó, en voz tan baja como un murmullo.
—¿Pero tú querías que yo lo hiciera?
—Sí… —murmuró—. Yo quería que tú lo hicieras por mí.
—Otros niños vienen aquí y juegan con estas cosas… —dije—; probablemente algunos de ellos movió tu patito.
—Y mi montaña —dijo—. Mi patito estaba parado arriba de mi montaña.
—Lo sé —dije—; y ahora tampoco tu montaña está ahí, ¿verdad?
—Ya no está —dijo.
—¿Y tú te sientes enojado y desilusionado por eso, verdad? —pregunté.
3Dibs asintió con la cabeza. Me miró. Lo miré. Lo que habría de ayudar a Dibs en ultima instancia no sería la montaña ni el poderoso patito de plástico, sino la sensación de seguridad y de adecuación que ellos simbolizaban en lo que él había creado la semana anterior. Ahora, enfrentado con la desaparición de los símbolos concretos, yo esperaba que él experimentara dentro de sí mismo confianza y adecuación, al encarar su desilusión y al darse cuenta de que las cosas que están fuera de nosotros cambian, y que muchas veces tenemos muy poco control sobre esos elementos, pero que si sabemos utilizar nuestras reservas interiores, llevamos seguridad en nosotros mismos.
Se sentó en la orilla de la mesa de arena, mirando en silencio las figuras regadas en ella; empezó a levantar algunas de estas y a separarlas por tipos parecidos. Estiró la mano y tomó mi lápiz; con él trató de hurgar en un agujero que había en una de las bases de los animalitos, que estaba doblada: rompió la punta del lápiz.
—¡Ah!, mira —dijo casualmente— se rompió la punta. —Me dio el lápiz. ¿Por qué había hecho esto?
Tomé el lápiz.
—Iré a sacarle punta, Dibs —dije—. Regreso en un minuto. Quédate aquí.
Salí del lugar.
4Este cuarto de juegos, que tan a menudo usábamos como parte de nuestras investigaciones acerca de la conducta infantil y para nuestro programa de entrenamiento profesional, tenía, a lo largo de una de las paredes, lo que parecía un alto espejo. Era, en realidad, un espejo que permitía ver, a quienes estuvieran del otro lado, lo que pasaba en el cuarto de juegos. Sin embargo, para cualquiera que estuviera en el cuarto de juegos era solo un espejo. Detrás de él, en una habitación oscurecida, se sentaban uno o más observadores cuidadosamente seleccionados y entrenados especialmente, que manejaban las grabadoras de cinta y que, además, llevaban récords de descripciones de conducta, con tiempo medido. Más adelanta los récords se trascribían y se editaban para incluir la conducta observada tanto del niño como del terapista, con el tiempo anotado en intervalos de un minuto a los lados de los reportes. Esto lo usábamos como datos de la investigación, y durante las discusiones, en nuestros seminarios avanzados de tipo doctoral, como parte del programa de entrenamiento profesional. Todos los nombres y la información identificables se eliminaba antes de que este material se utilizara, a fin de que nadie pudiera identificar a las personas de que se trataba. En nuestro trabajo hay tanto parecido básico en los problemas sicológicos de los individuos en tratamiento, que, aunque uno opinara que lo que pudiera servir para reconocer a alguien, en realidad, con el juego de los niños, ello resulta imposible.
5Cuando dejé la habitación para sacarle punta a mi lápiz, los observadores tras el espejo continuaron tomando notas.
Dibs levantó la pala y cavó en la arena. Hablaba consigo mismo mientras lo hacía.
—Está bien, arena —dijo—: ¿crees que puedes quedarte aquí y que nadie te moleste? ¿Y lo mismo todos ustedes, animales y personas? Voy a enseñarles algo para que aprendan. Voy a desenterrarlos. Voy a encontrarlos. Voy a encontrar a ese hombre que enterré. Cavaré y cavaré hasta que lo encuentre.
Cavaba rápidamente en la arena; al fin, sacó uno de los soldados.
—Así que aquí estás… —dijo—. Me las vas a pagar, tú hombre peleador. Parado ahí tan tieso y tan derecho. Eres como la vieja varilla de fierro de una reja, así eres. Te voy a poner aquí, de cabeza. Te voy a dejar bien enterrado en la arena.
Enterró al soldado, de cabeza, en la arena, hasta que nuevamente se perdió de vista. Se frotó las manos, quitándose la arena. Sonrió. Se rió. Después, la expresión de su voz cambió a un tono alegre y jacarandoso y dijo:
—Quítate el abrigo y el sombrero, Dibs. Aquí hace frío.
Regresé con mi lápiz listo, Dibs me miró.
—Aquí hace frío —dijo—. ¿Me quito el abrigo?
—Bueno, aquí hace frío…, —repliqué— quizá sea mejor que te dejes puesta la chaqueta.
—Enciende la calefacción —dijo Dibs. Se dirigió hacia el radiador y lo tocó.
—El radiador está frío —dijo.
—Sí. Ya sé que está frío.
—Voy a encenderlo —anunció Dibs. Lo encendió.
—¿Crees que con eso se caliente el cuarto? —pregunté.
—Sí. Si hay un fuego en el sótano —dijo.
—¿Un fuego en el sótano? —pregunté.
—En la caldera… —replicó—. En la caldera que está en el sótano.
—¡Ah! —dije—; pues bien, la caldera está descompuesta hoy. Los hombres están allá abajo arreglándola.
—¿Qué le pasa? —preguntó Dibs.
—No sé —respondí.
—Podrías averiguarlo, ¿sabes? —dijo después de un corto intervalo.
—¿Podría yo? ¿Cómo?
—Pues podrías bajar al sótano y quedarte por ahí alrededor, en donde no estorbes, pero lo bastante cerca como para que puedas observarlos y oír lo que tengan que decir —expresó.

6—Sí, creo que podría hacer eso —repliqué.
—¿Y entonces por qué no lo haces? —preguntó.
—Para decirte la verdad, Dibs —respondí— no se me había ocurrido hacerlo.
—Puedes aprender muchísimas cosas interesantes en esa forma —aseveró.
—Desde luego… —le contesté. Y estaba yo perfectamente segura de que Dibs había aprendido muchas, muchas cosas en esa forma, quedándose por ahí alrededor, sin estorbar, en la orilla de las cosas, lo bastante cerca de las personas para observarlas y oír lo que tuvieran que decir.
Se dirigió hacia la cómoda y miró hacia adentro:
—Estas están todas vacías —dijo.
—Así es —contesté. ¡Ahora él me tenía comprobando sus observaciones!
—Hace mucho frío hoy para que me quite las polainas otra vez —dijo.
—Eso creo.
—La caldera debe haber empezado a descomponerse el jueves pasado —comentó.
—Puede ser —consentí.
—Pero si no fue antes, ¿entonces, cuándo? —preguntó.
—No sé. Nunca he estudiado descomposturas de calderas. No sé mucho acerca de ellas —le dije. Dibs se rió.
—Solo lo notas cuando hace frío… —comentó.
—Así es —afirmé—; mientras calienta como debe, es que funciona bien. Cuando no lo hace, necesita que la reparen.
—Sí —dijo—; entonces notas que está rota.
—¡Claro!, entonces lo noto —dije.
Se acercó hasta la mesa y tomó el biberón y bebió de él. Me hablaba entre chupadas:
—Miss A no trae sus botas de hule hoy —comentó.
—No, hoy no las traigo puestas.
—Está bien —dijo.
7Arrastró una silla hasta el closet que había en un rincón de la habitación. En la puerta del mismo se había recortado un cuadro y se le había puesto una cortina. Esto lo convertía en un teatro para títeres. Se trepó en la silla y, haciendo a un lado las cortinas, miró hacia adentro.
—Está vacío —dijo.
Arrastró la silla hasta el fregadero, se trepó en ella y se asomó en las alacenas de arriba.
—Están vacías —anunció.
—No hay nada en esas alacenas tan altas —le dije. Pero él se asomó a todas. Después quitó la silla del paso, abrió las puertas que encerraban el fregadero, abrió la llave del agua. Quitó el chupón del biberón, mientras el agua salía con fuerza. Llenó la botella, la vació, se quedó con el chupón; lo dejó luego en la mesa, cerró el grifo, tomó el rifle, lo llenó de arena. Jaló del gatillo, trató de disparar la arena, pero no pudo. La arena se escurrió del riñe y cayó al piso. Se sentó en la orilla de la mesa de arena, volvió a llenar el rifle volvió a tirar del gatillo.
—Así no trabaja —dijo.
—Ya veo —repliqué.
Sacudió la arena que había quedado en el borde, hacia adentro de la mesa de arena. Estaba sentado frente a mí. Empezó a recoger los animales regados por la arena, hablando mientras lo hacía:
—El gallo canta kikirikí —dijo—. El gallo canta mientras la gallina pone huevos. Y los dos patos están nadando. ¡Ah mira! Ya tienen su estanque, su propio estanque pequeño. El patito dice cuac-cuac y el pato grande dice cuac-cuac. Y nadan juntos en su pequeño estanque seguro. Y hay dos conejos, dos perros, dos vacas, dos caballos, dos gatos. Hay dos de todo. ¡No hay nada que esté solo!
Se inclinó y alcanzó la caja en la que se guardaban los soldados:
—Esta es la caja para todos los hombres que pelean —dijo—; tiene una tapa que se puede dejar puesta, ¡ay, tan apretada!
Se hincó sobre el borde de la mesa de arena para examinar la casita. Le dio vuelta:
—Ninguna gente vive en esta casa —dijo—; nada más el gato y el conejo. Solo un gato y un conejo. Nuestro conejito de la escuela se llama «Malvavisco» —añadió, mirándome—; lo tenemos en una gran jaula en el rincón de uno de nuestros cuartos y algunas veces lo dejamos salir para que brinque y salte por ahí y se siente y piense.

8—¿El gato y el conejo viven juntos en esta casa? —dije—. Y el conejo se llama «Malvavisco».
—El conejo de la escuela se llama «Malvavisco» —interrumpió Dibs—; no el conejo que vive en esta casa con el gato; pero tenemos un conejo en la escuela y ese es el que se llama «Malvavisco». Es un conejo muy grande y blanco, parecido un poco a este, al[…]”“a este, al de juguete. Por eso me acordé de nuestro ”“conejo de la escuela.
—¡Ah!, ya veo. El conejo mascota está en la escuela —dije.
—El conejo enjaulado —corrigió Dibs—; pero algunas veces lo soltamos. Y otras veces, cuando nadie lo ve, lo suelto.
Esta era la primera referencia que Dibs hacía de la escuela. Me preguntaba yo qué tal estaría pasándola ahí ahora. ¿Sería su conducta la misma que vi el día que fui a visitar el plantel? Cuando la madre de Dibs aceptó las sesiones de terapia de juego, yo había avisado a la escuela. Dije a la directora que vería a Dibs solo si su madre consentía traerlo al Centro. También dije con toda honestidad que no sabía cómo habría Dibs de responder a estas sesiones de juego: si le servirían o no. Quedamos en que la escuela me llamaría si querían otra conferencia, o si tenían alguna observación, informes o problemas que quisieran discutir conmigo. Hice esto por que sentí que sería un poco más objetivo recibir información sin solicitarla, más que obtener respuestas a mis preguntas, ya que yo estaría personalmente comprometida en la terapia del niño. No avisé a la escuela que su madre había aceptado. En mi opinión, los padres de Dibs eran los indicados para discutir sobre las sesiones de terapia. A nadie se le dan informes, sin el conocimiento y la anuencia (por escrito) de los padres.
Me interesó el comentario que Dibs hizo acerca del conejo de la escuela. Esto indicaba que, aun cuando no era un miembro participante y activo del grupo, estaba observando, aprendiendo, pensando, llegando a conclusiones, mientras se arrastraba por la orilla de las cosas. Sería interesante saber qué hacía en la escuela y en la casa; posiblemente lo sería también, para los otros que conocían a Dibs, saber qué estaba haciendo en el cuarto de juegos. Sin embargo, ello no cambiaría los procedimientos que yo estaba siguiendo, porque me hallaba más preocupada respecto a la percepción actual de Dibs hacia su mundo, sus relaciones, sus sentimientos, sus conceptos en desarrollo, sus conclusiones, deducciones, e inferencias. Me era fácil visualizar a Dibs dejando en libertad al conejo; podía sentir el afecto que él originaba.

9Levantó la reja de cartón ubicada alrededor de los animales.
—Haré una puerta en la reja —explicó, al tiempo que cortaba la reja, doblándola hacia atrás, en parte, para hacer una verja abierta—: eso es para que los animales puedan salir siempre que quieran.
—Ya veo —comenté.
Levantó algunos de los trozos de cartón de forma peculiar, que tenían perforaciones para definir la reja. Los examinó cuidadosa, y críticamente.
—Esto es… Esto es… —estaba tratando de definir el objeto—. Bueno —anunció—; esto es un pedazo de nada. Así como esto, se ve lo que es nada.
Lo levantó para que yo lo viera. Me pareció una deducción interesante y bastante exacta.
Tomó algunos de los soldaditos de juguete.
—Este hombre tiene un rifle —dijo— y este monta un caballo. Aquí hay más guerreros.
Los alineó en el borde exterior de la mesa de arena.
—Estos los guardaré en la caja —así lo hizo.
—Y el camión está otra vez haciendo un camino alrededor de la casa. El conejo y el gato están mirando a través de la ventana; nada más mirando y observando.
Se sentó ahí, con las manos entrelazadas en el regazo, y me miró por algunos minutos, en silencio. La expresión de su rostro era seria, pero los ojos le brillaban con sus pensamientos. Se inclinó hacia mí y habló.
—Hoy no es Día de la Independencia —dijo—; y no lo será sino hasta el cuatro de julio; pero cae en jueves. Faltan cuatro meses y dos semanas y cae en jueves y yo vendré a ver a Miss A. Ya vi el calendario. El lunes es el primero de julio. El martes es el día dos. El miércoles es día tres. El miércoles es casi el Día de la Independencia, pero no del todo. Después viene el cuatro de julio que es Día de la Independencia. ¡Y el jueves vengo aquí!
—Deveras, parece que te gusta venir aquí —dije.
—¡Ah, sí… sí! —replicó Dibs—. ¡Me gusta mucho!
Sonrió. Después se puso serio y siguió hablando:
—El Día de la Independencia es el día de los soldados y de los marinos. Los tambores van sonando bum, bum, bum. Y las banderas ondean al viento.
Cantó una marcha. Cavó en la arena, llenó el camión con esta y lo empujó.
—Es un día alegre —dijo—: ¡El Día de la Independencia! Y todos están atarantados por el júbilo. ¡Estos soldados están descargando libertad y abriendo todas las puertas!

10La belleza y el poder del lenguaje de este niño eran impresionantes… Y pensar que habían crecido y florecido, aun a pesar de que habían sido impulsados a esconderse bajo la maleza de su ansiedad, por su miedo y sus pavores. Pero ahora, Dibs se había adentrado en sus propios temores y estaba más fuerte mediante las certezas que descubría. Estaba cambiando ira y temor y ansiedad, por esperanza y confianza y alegría; su tristeza y su sensación de derrota, eran débiles.
—Tú también sientes esa alegría, ¿verdad, Dibs? —le dije después de un rato.
—Es algo que no quisiera yo perder —replicó—. Vengo con alegría a este cuarto.
Lo miré, sentado ahí en la orilla de la caja de arena, irradiando la misma sensación de paz que estaba sintiendo ahora. Se veía tan pequeño y, sin embargo, tan lleno de esperanza y valor y confianza que yo podía sentir el poder de su dignidad y de su seguridad.
—Vengo con alegría a este cuarto —repitió—; lo dejo con tristeza.
—¿Sí? ¿Y no te llevas contigo algo de esa alegría? —pregunté.
Dibs enterró tres de los soldaditos de juguete en la arena.
—Esto hace que ellos estén tristes —dijo—: no pueden ver, no pueden oír, no pueden respirar —explicó.
—Dibs, desentiérralos de ahí —se ordenó a sí mismo—. Antes de lo que te imaginas será hora de irnos. ¿Quieres dejarlos enterrados, Dibs? —se preguntó.

11—En cinco minutos más será hora de irnos —dije—; y bien, ¿quieres dejarlos enterrados?
Rápidamente saltó fuera de la caja de arena.
—Jugaré con los soldados aquí en el piso —dijo—: los formaré en orden.
Se dejó caer en el piso y acomodó a los soldados. Se estiró hasta llegar a la arena y desenterró los soldados; los revisó cuidadosamente. Me mostró uno:
—Este es papá —dijo, identificándolo.
—¡Ah! ¿Ese es papá? —comenté en forma casual.
—Sí —replicó. Se puso de pie, en el piso, frente a él, cerró el puño, lo tiró de un puñetazo, lo levantó, volvió a tirarlo en la misma forma. Hizo esto varias veces. Después me miró: —¿Quedan cuatro minutos? —preguntó.
—Así es —dije—, mirando mi reloj de pulso; quedan cuatro minutos más.
—Y entonces será hora de ir a casa —dijo Dibs.
—Ummm… —exclamé.
Jugó con el soldado «papá» otra vez, levantándolo y tirándolo a puñetazos. Volvió a mirarme:
—Quedan tres minutos más —dijo.
—Así es —asentí y añadí—: entonces será tiempo de ir a casa.
Dije esto más para determinar lo que habría de responder que para llamar su atención sobre un hecho que él ya conocía.
—Está bien —replicó Dibs—. Aunque yo no quiera irme será hora de ir a casa.
—Sí, Dibs —repliqué—; aunque no quieras ir a casa, será hora de irnos.
—Está bien —dijo Dibs, Suspiró. Permaneció ahí sentado en silencio durante otro minuto. Parecía tener un sentido sobrenatural del tiempo.
—¿Dos minutos más? —preguntó.
—Sí.
—Regreso el próximo jueves —afirmó.
—Sí, así es —consentí.
—Mañana es el cumpleaños de Wáshington —dijo—. Es viernes. El sábado no es nada. El domingo es el día veinticuatro. Después viene el lunes, ¡y regreso a la escuela! —anunció. Hubo un destello de felicidad en sus ojos.

12Incluso aunque la conducta exterior de Dibs en la escuela no lo indicara, esta significaba mucho para él. Aun cuando sus maestras se sintieran confusas, frustradas, derrotadas, habían llegado hasta Dibs. Él sabía lo que estaba pasando ahí. Esa marcha que había tarareado era alguna que los chicos habían aprendido en la escuela. «Malvavisco» era su mascota, más bien, su animal enjaulado. Pero esa mascota era parte de la experiencia escolar. Pensé en aquella conferencia en la escuela. Recordé el monólogo de Miss Jane sobre los principios de la atracción magnética. Las maestras deberían sentirse reanimadas. Nunca sabemos cuánto aceptan los niños de todo aquello que les presentamos —cada uno a su manera— y cuánto pasa a formar parte de las experiencias con las que ellos aprenden a hacer frente a su mundo.
—El lunes recibiremos Noticias de la Escuela Elemental —dijo Dibs—; tendrá una cubierta brillante en amarillo, azul y blanco, y trece páginas. Hay un aviso en la cartelera del vestíbulo, que así lo indica. Y luego siguen el martes y el miércoles y el jueves. ¡Y el jueves estaré aquí, otra vez!
—Sabes muy bien todo lo que va a pasar la semana que entra, ¿verdad? El cumpleaños de Wáshington, el periódico de la escuela, todos los días de la semana, y después de regreso aquí —comenté.
—Sí —dijo Dibs.
Y en realidad puedes leer mucho más allá de tus años, pensé. Y comprender lo que lees. Pero no hice comentarios acerca de su lectura. Lo tomaba como una cosa natural; yo haría lo mismo. Aun cuando era un lector excelente, eso no resultaba suficiente por sí mismo para la eficacia de su desarrollo total.
—¿Un minuto más? —preguntó.
—Sí. Un minuto más —concedí.
Levantó la figura que había identificado como «papá» y la tiró en la arena:
—Papá me viene a recoger hoy —me dijo Dibs.
—¡Ah! —exclamé, vivamente interesada. ¿De modo que papá empezaba a emerger un poco en el mundo de Dibs?
—Sí —dijo el niño. Me miró. Lo miré. La hora había transcurrido y ambos lo sabíamos, pero ninguno de los dos dijo nada. Finalmente, se puso de pie.
—Se acabó la hora —dijo, con un hondo suspiro.
—Sí, así es —asentí.
—Quiero pintar —dijo Dibs.
—Querrás decir que no te quieres ir, aunque sabes que la hora ya se acabó —dije.

13Dibs me miró. Hubo un destello de sonrisa en su rostro. Se inclinó y rápidamente movió los soldados que había formado en el piso. Los alineó nuevamente, apuntán apuntándome. Se encaminó hacia la puerta:
—Los rifles son útiles cuando llega la hora de disparar —dijo.
—Eso veo —repliqué.
Tomó su gorra y se fue por el pasillo. Lo acompañé. Tenía yo deseos de ver a «papá».
—Adiós —dijo Dibs, despidiéndose.
—Adiós, Dibs. Te veré el próximo jueves.
«Papá» me miró:
—Buenas tardes —dijo severamente. Se veía muy molesto.
—Buenas tardes —contesté.
—Oye, papá —dijo Dibs—: ¿sabías que hoy no es el Día de la Independencia?
—Vámonos, Dibs. Tengo prisa —dijo «papá».
—Y no será sino hasta julio —insistió Dibs—. Y será en un jueves, dentro de cuatro meses y dos semanas.
—Anda Dibs —dijo «papá», profundamente mortificado por la conversación del niño, que probablemente le parecía grotesca, si acaso la estaba escuchando.
—El Día de la Independencia cae en jueves —Dibs probó nuevamente—. El día es el cuatro de julio.
«Papá» empujaba a Dibs hacia la puerta:”
“—¿No puedes parar tu charla absurda? —dijo con los dientes apretados.
Dibs suspiró. Sus hombros descendieron en un gesto de desaliento. Se fue, silenciosamente, con su padre.
La recepcionista me miró. No había otras personas en la sala de espera:
—¡Viejo chivo! —dijo—. ¿Por qué no se da un tiro?
—Sí —consentí—. ¿Por qué no lo hace?
Regresé al cuarto de juego a poner orden para el siguiente cliente joven. Los observadores entraron a ayudarme. Uno de ellos me relató lo que Dibs había dicho cuando fui a sacarle punta a mi lápiz. Habían regresado la cinta de la grabadora y escuchamos esa parte de la grabación. «¡Vaya niño!» comentó uno de los observadores.
Y qué perceptivo, pensé. «Parado ahí tan tieso y tan derecho, ¡eres como la vieja varilla de fierro de una reja, así eres!». Esto era lo que Dibs había dicho en aquel momento. Sentí deseos de dejar a «papá» enterrado ahí en la arena durante una semana, yo también. Él no había escuchado al niño. Dibs había tratado de conversar con el padre, pero fue rechazado como si su charla fuera verborrea absurda. Dibs debía tener una tremenda fuerza interior para haber logrado mantener una personalidad tan efectiva como la suya ante tales ataques.
Algunas veces es muy difícil mantener de modo firme en la mente el hecho de que los padres, también, tienen razones para lo que hacen —tienen razones encerradas en lo profundo de su personalidad, referentes a su incapacidad de amar, entender, y darse a sí mismos a sus hijos.

Capítulo 8

A la mañana siguiente la madre de Dibs me llamó por teléfono. Me preguntó si podría concederle una cita para que ella me viera. Parecía disculparse al hacer esta súplica, añadiendo inmediatamente que comprendería si yo estaba muy ocupada. Revisé mi agenda y sugerí diferentes posibilidades, una para esa mañana, otra para en la tarde, para el lunes, martes, o miércoles en la tarde. Le di varias horas de dónde escoger. Titubeó, pregunté yo qué hora preferiría, sugirió que yo escogiera la hora. Le dije que para mí cualquier hora sería buena; que cualquier cita que ella eligiera estaría bien por lo que a mí concernía. Le dije que yo estaría en el Centro durante cualquiera de esas horas que había mencionado, así que podía sentirse en libertad de venir cuando prefiriera. Nuevamente dudó. Después, luego de pensarlo detenidamente, se decidió.
—Estaré ahí esta mañana a las 10 —dijo—. Muchas gracias. Agradezco su atención.
Me pregunté qué la habría decidido a pedir una conferencia. ¿Estaría acaso contenta, o insatisfecha, o preocupada por Dibs? ¿Acaso habría reaccionado su esposo desfavorablemente después de su breve visita al Centro, el día anterior cuando fue a recoger a Dibs? Estaría en el Centro en menos de una hora. Quizás, entonces, sabríamos un algo más acerca de cuál era la situación.
Resultaba difícil predecir cómo habría de desarrollarse una entrevista así. La madre podría encerrarse dentro de sí misma e impedir ahondar en el problema, como había sucedido con anterioridad. Por otra parte también, podría estar tan llena de desdicha, frustración, y de una sensación de poco valor personal y de derrota que agradecería la oportunidad de compartir al menos una parte de todo esto con alguien. Sería extremadamente importante tratar de mantener al mínimo cualquier amenaza para ella, y de comunicar a la entrevista una sensación de seguridad confidencial. De una cosa sí estaba yo segura: de que habría de ser un encuentro sumamente difícil y que le habría de agotar emocionalmente, sin que importara cómo utilizara el tiempo ya fuera que se mantuviera en silencio, o que hablara de cosas seguras pero triviales, o hiciera preguntas, o relatara un poco de su propia historia hasta ahora guardada tan celosamente. Sería responsabilidad mía comunicarme con ella lo más efectivamente posible; en primer lugar, por medio de mi actitud y de mí filosofía personal, tocante a que su mundo privado, personal, le pertenecía solo a ella, y que la decisión de compartirlo conmigo en cualquier medida dependía de ella. Y que si se decidía a hacerlo, yo la dejaría que lo cumpliera a su paso, sin tratar de aventajarla sicológicamente, y sin intentar arrancarle nada que ella no ofreciera voluntariamente, con confianza en su habilidad para compartir su mundo interior con otra persona. Y si ella escogía no abrir esa puerta, yo no tenía la menor intención ni siquiera de llamar a ella, ni de querer abrirla a la fuerza hurgando intencionalmente. Sería interesante escuchar lo que pudiera relatar acerca de Dibs y acerca de ella misma, pero era más importante darle la experiencia de ser una persona con dignidad, respetada y reconocida como individuo que es dueño absoluto de su propia vida profundamente personal.
Llegó al Centro a la hora en punto. Fuimos de inmediato hacia mi oficina. Ya previamente había aclarado que se sentía incómoda en extremo esperando en la sala de recepción. Y ya que llegó tan puntual, me pareció importante verla desde luego y no hacerla esperar si esto no era necesario.
Se sentó en la silla que estaba junto a mi escritorio, frente a mí. Estaba muy pálida. Tenía las manos fuertemente entrelazadas, Sus ojos pasaban rápidamente de un objeto a otro de la habitación, mirándome momentáneamente y retirándose al punto, como había hecho Dibs la primera vez que lo vi en el cuarto de terapia de juego.
Le ofrecí un cigarrillo.
—No, gracias —dijo.
Dejé la cajetilla sobre el escritorio. Ella la retiró.
—No fumo —dijo—; pero si usted quiere fumar, por favor hágalo.
—Yo tampoco fumo —repliqué. Guardé los cigarrillos en el cajón del escritorio, más para romper la tensión de los primeros minutos que para otra cosa. Me tomé mi tiempo haciéndolo, luego la miré. Había una expresión de ansiedad y de pánico en sus ojos. Era importante no empujarla a discutir sus problemas; importante no asumir la dirección por medio de preguntas; importante no convertir esta sesión en una discusión de trivialidades. Si ella quería hacer cualquiera de estas cosas, eso sería diferente; pero que yo lo hiciera, sería frustrar el propósito de la entrevista. Ella había pedido la conferencia. Tenía una razón para haberlo hecho. Si yo le hubiera pedido que asistiera a la cita, la responsabilidad de echar la entrevista a andar habría sido mía.
Este es el momento más difícil y crucial para cualquier entrevista inicial, y determina en gran parte la efectividad de la experiencia total. Tratar de explicar el propósito del hecho casi nunca tiene objeto; por tanto, no me interesaría intercalar ninguna explicación o alguna «estructuración de la experiencia», como se le suele llamar. El silencio no me hizo sentirme incómoda. Confiaba en que ella podría hacerle frente en forma más constructiva que cualquier esfuerzo que yo hiciera con la intención de iniciar una conversación. No queríamos conversar solo para pasar el rato.
—No sé por dónde empezar —dijo.
—Lo sé. A veces es difícil hacerlo —comenté.
Sonrió con un gesto sin alegría:
—Tanto qué decir —suspiró—. ¡Y tanto que no decir!
—Así sucede a menudo —dije.
—Es mejor no decir algunas cosas —me confesó, mirándome a los ojos.
—Así parece a veces —repliqué.
—Pero tantas cosas no dichas pueden convertirse en una gran carga —aseveró.
—Sí. Eso también puede ser —comenté.
Permaneció un largo tiempo así, mirando en silencio hacia la ventana. Empezaba a tranquilizarse.
—Tiene usted una hermosa vista desde esta ventana —comentó—. Aquella iglesia es muy bella. Se ve tan grande tan fuerte y tan llena de paz.
—Sí, así es —dije.
Bajó los ojos y se miró aquellas manos fuertemente entrelazadas. Los levantó y me miró; había lágrimas en ellos.
—Estoy tan preocupada por Dibs —dijo—. ¡Tan profundamente preocupada por él!
Este era un comentario que yo no había esperado. Traté de aceptarlo del modo más fortuito que pude.
—¿Preocupada por él? —pregunté. Fue todo mi comentario. No le pregunté el porqué.
—Sí —dijo—; ¡tan preocupada! Últimamente parece tan desdichado. Anda por ahí, mirándome, siempre tan silencioso. Ya sale de su cuarto más a menudo; pero solo se limita a andar por la orilla de las cosas, como la sombra de un fantasma. Siempre que le hablo, sale corriendo. Y luego regresa y me mira con una tristeza tan trágica en sus ojos.
Tomó algunos pañuelos de la caja que había en el escritorio y se secó los ojos.
Esta sí que era una observación interesante. Dibs salía más a menudo de su cuarto ahora. Y de acuerdo con lo que ella reportaba, últimamente, parecía ser más desdichado. Por supuesto, podría deberse a que ella estaba más consciente de su infelicidad que antes. Podría ser que Dibs estaba demostrando sus sentimientos más abiertamente en casa. Y mantener el silencio, cuando poseía tal aptitud para el lenguaje, indicaba claramente que tenía una fuerza interior y un control tremendos.
—Me siento muy incómoda cuando el hace eso —añadió después de una larga pausa—. Es como si estuviera pidiendo algo; algo que no le puedo dar. Es un niño muy difícil de entender. He tratado. De veras, he tratado, pero he fracasado. Desde el principio, cuando era un bebé, nunca lo pude entender. En realidad, nunca había yo conocido otros niños antes que a Dibs; no tenía yo experiencia como mujer con niños o bebés, no tenía yo la menor idea de cómo eran; es decir, de cómo eran como personas. Sabía yo todo lo que hay que saber de ellos biológica, física, y médicamente. Pero nunca pude comprender a Dibs. Fue tal desilusión, tal pena desde el momento en que nació. No habíamos planeado tener un hijo. Su concepción fue accidental. Trastornó todos nuestros planes. Yo también tenía mi carrera profesional. Mi esposo estaba orgulloso de mis éxitos. Él y yo éramos muy felices antes de que Dibs naciera, Y cuando nació era tan diferente, tan grande y tan feo. ¡Una cosa tan grande, tan informe! A nada respondía aquello, en absoluto. De hecho, me rechazó desde el momento en que nació. ¡Se ponía tieso y lloraba siempre que lo cargaba, tratando de mimarlo!
Las lágrimas corrían por su rostro y las secaba con los pañuelos, mientras narraba, casi sollozando su relato. Empecé a decir algo, pero no me dejó continuar:
—Por favor, no diga nada —suplicó—. Tengo que desahogarme, al menos esta vez. He llevado esto conmigo por demasiado tiempo. Es como una pesada piedra en medio de mi corazón. Piense lo que quiera de mí, pero, por favor, déjeme decirle. No era mi intención hacer esto. Cuando llamé para pedir la cita, mi intención era preguntarle por Dibs. Su padre estaba muy alterado ayer. Cree que la terapia está empeorando a Dibs. Pero hay algo que simplemente debo decirle; lo he guardado encerrado dentro de mí por un tiempo tan largo…
—Mi embarazo fue muy difícil. Estuve enferma la mayor parte del tiempo. Y mi esposo resintió la preñez. Él opinaba que yo pude haberla evitado. ¡Ah, no lo culpo! Yo también la resentía. No podíamos hacer ninguna de las cosas que solíamos hacer antes, no podíamos ir a ninguna parte. Supongo que en vez de decir que no podíamos, debería yo decir que no queríamos. Mi esposo empezó con más frecuencia a no venir a casa, se enterró en su trabajo. Él es un científico, sabe usted, ¡un hombre tan brillante!… Pero distante. Y muy, muy sensitivo. Y esto puede sorprenderla. Ya ni siquiera hablo de ello. Ni siquiera lo he mencionado en la escuela.
Otra vez apareció en sus labios aquella sonrisa triste, sin alegría. Continuó:
—Antes de quedar embarazada, yo era médico cirujano. Amaba mi trabajo. Y parecía que iba en camino de convertirme en un éxito en mi especialidad: había yo perfeccionado dos operaciones cardiacas muy complicadas. Mi esposo se sentía orgulloso de mí. Todos nuestros amigos eran hombres y mujeres muy brillantes, afortunados en sus profesiones, interesantes. Y entonces nació Dibs y estropeó todos nuestros planes y nuestra vida. Sentí que había yo fracasado en la forma más triste. Decidí renunciar a mí trabajo. Algunos de mis amigos profesionales más cercanos no podían entender mi actitud, o mi decisión. No les dije lo de Dibs. ¡Ah! sabían lo de mi embarazo; pero no lo de Dibs. Pronto fue obvio que el niño no era normal. Ya resultaba bastante malo tener un hijo, pero tener un hijo retrasado mental era algo que no podíamos soportar. Nos sentíamos avergonzados. Humillados. Nunca había pasado nada como esto en ninguna de nuestras familias. Mi esposo, conocido por su inteligencia en todo el país. Mi récord profesional, siempre sobresaliente. ¡Todos nuestros valores se dirigían preponderantemente hacia la inteligencia, fina, precisa, llena de logros académicos!
—Y nuestras familias: ambos habíamos crecido en el seno de hogares en los que esas cualidades se valoraban por encima de otras… ¡Y luego Dibs! Tan peculiar. Tan remoto. Tan intocable. Sin hablar. Sin jugar. Lento para caminar. Atacando a las personas como si fuera un animal salvaje. Estábamos tan avergonzados. No queríamos que ninguno de nuestros amigos supiera de él. Nos cortamos socialmente más y más de nuestros íntimos, pues si seguíamos invitándolos, naturalmente que querrían ver al bebé. Y no deseábamos que lo viera nadie. ¡Nos hallábamos tan avergonzados! Y yo había perdido toda la confianza en mí misma; no podía continuar con mi trabajo. ¡Yo sabía que no podría llevar a cabo otra operación en mi vida!
—No había lugar a donde pudiéramos enviarlo. Tratamos de resolver el problema lo mejor que pudimos. No queríamos que nadie supiera de él. Lo llevé con un neurólogo, en West Coast. Usé otro nombre. No queríamos que nadie supiera lo que sospechábamos; pero el neurólogo no pudo encontrar ningún mal orgánico en Dibs. Luego, hace poco más de un año lo llevamos con un siquiatra, desde luego no de esta área. Pensamos que podríamos dejarlo en este lugar especial para que le hicieran un diagnóstico siquiátrico y sicológico. Yo creía que Dibs era esquizofrénico o autista, si es que no débil mental. Yo sentía que sus síntomas sugerían definitivamente daño cerebral. El siquiatra insistió en hablar conmigo y con mi esposo en varias entrevistas. Esta fue la única ocasión en que revelamos nuestra verdadera identidad a alguno de los especialistas a quienes consultamos acerca de Dibs. Fue una experiencia traumatizante. Los siquiatras nos entrevistaron. Hurgaron sin misericordia dentro de nuestras muy privadas y personales vidas. Cuando sentimos que iban más allá de cualquier necesidad profesional en sus preguntas, las trabajadoras sociales nos dijeron que actuábamos en forma hostil y de rechazo. Parecían disfrutar en forma sádica con su persecución insensible y cruel.
—Entonces el siquiatra nos dijo que, en vista de nuestra personalidad científica, sería muy franco con nosotros. Asentó que Dibs no era un débil mental ni sicótico ni dañado cerebral, sino el niño más rechazado y más hambriento emocionalmente que había visto en su vida. Dijo que los que necesitábamos ayuda éramos nosotros: sugirió tratamiento pera ambos. Fue la experiencia más traumatizante que hemos tenido. Cualquiera podía ver que mi esposo y yo habíamos estado actuando adecuadamente. ¡Nunca nos hemos sentido inclinados hacia la vida social fácil y libre, pero les pocos amigos y colegas profesionales que teníamos nos respetaban, y respetaban nuestro deseo de vivir nuestras vidas privadas a nuestro modo! Nunca habíamos tenido problemas personales que no pudiéramos resolver nosotros mismos.
—Trajimos a Dibs de regreso a casa y seguimos lo mejor que pudimos; pero ello casi destrozó nuestro matrimonio.
—Nunca le mencionamos la experiencia a nadie. Nunca dijimos nada a nuestras familias. Nunca lo dijimos en la escuela; pero mi esposo empezó a alejarse más y más. Dorothy nació un año después de Dibs. Pensé que otro niño lo ayudaría, pero nunca se llevaron bien. Dorothy siempre ha sido una criatura perfecta. Ciertamente ella es la prueba de que la falta no está en nosotros. Después enviamos a Dibs a la escuela particular donde usted lo conoció.
—¡Le digo que nadie sabe la tragedia y la agonía tan terribles que es el tener un hijo afectado mentalmente! La única persona que ha logrado relacionarse con él ha sido su abuela. Ella estuvo con nosotros el primer mes de la vida de Dibs y nos visitó una vez al mes durante tres años hasta que se fue a vivir a Florida. Después de eso solía visitamos dos veces al año y se quedaba en casa alrededor de un mes. Dibs siempre la recordaba, siempre se apaciguaba cuando ella llegaba, siempre la extrañaba desesperadamente cuando se iba. Y parecía contar los días hasta que ella regresaba.
—He hecho todo lo que he podido por Dibs. Le hemos dado todo lo que el dinero puede comprar, esperando que eso ayudaría: juguetes, música, juegos, libros. Su cuarto de juegos está lleno con todo aquello que hemos pensado que podría entretenerlo, educarlo, divertirlo, Y, a veces, ha parecido estar ”“contento ahí en casa, solo en su cuarto. Siempre ha parecido estar más contento a solas; por eso mandamos a Dorothy a un internado que está cerca de aquí. Viene a casa durante los fines de semana y durante las vacaciones. Creo que Dibs está más contento con ella fuera de casa, y que ella es más feliz en la escuela. No congenian, en absoluto. Dibs la ataca como si fuera un animal salvaje si ella se le acerca o si entra en su cuarto.
—Últimamente se ve tan desdichado. Y parece haber cambiado. Ayer, cuando mi esposo lo trajo a casa, parecía muy alterado; ambos lo estaban. Mi esposo dijo que Dibs estaba balbuceando como un idiota. Lo dijo enfrente de Dibs, y el niño rompió a llorar amargamente. Entonces le pregunté qué había dicho Dibs y me comunicó que Dibs ¡solo balbuceaba como un idiota! Dibs cruzó la habitación, tomó una silla y la arrojó, barrió violentamente con la mano algunas de las cosas que había en la mesa del café, y le gritó a su padre: «¡Te odio! ¡Te odio!». Corrió hacia él y lo pateó una y otra vez. Mi esposo logró apoderarse de Dibs después de un forcejeo y por fin lo llevó a su cuarto y lo encerró; cuando bajó, yo estaba llorando. No lo pude evitar. Sé que no le gustan las escenas. Sé que detesta las lágrimas, pero no pude soportarlo. Le dije: «Dibs no estaba balbuceando como un idiota, ahora. ¡Dijo que te odiaba!». ¡Entonces mi esposo se sentó en una silla y se echó a llorar! Fue algo terrible. Nunca había visto a un hombre llorar. Nunca había yo pensado que hubiera algo que pudiera hacer derramar una lágrima a mi marido. Sentí miedo, me sentí súbitamente aterrorizada, porque parecía estar tan asustado como yo. Creo que en ese momento estuvimos más cerca que nunca uno del otro: de repente éramos solo dos personas asustadas, solitarias, infelices, con nuestras defensas derribadas y abandonadas. ¡Fue terrible y sin embargo, resultaba un alivio saber que podíamos ser humanos, y que podíamos fracasar y admitirlo! Finalmente nos calmamos y él dijo que quizá se había equivocado con Dibs. Le dije que vendría yo a verla a usted y a preguntarle qué opinión tenía de Dibs.
Me miró con una expresión de temor y pánico en la mirada.
—Dígame —pidió—: ¿Cree usted que Dibs sea un débil mental?
—No —repliqué, limitándome a responder a su pregunta y no diciendo más de lo que deseaba saber—. No creo que Dibs sea un débil mental.
Hubo una prolongada pausa. Suspiró profundamente.
—¿Cree usted… cree usted que se pondrá bien y que aprenderá a actuar como otros niños? —preguntó.
—Creo que sí. Pero aún algo más importante: creo que usted misma podrá responder a esa pregunta con más exactitud que yo al ir viviendo con él en la casa, al ir hablándole, al jugar con él, al observarlo. Creo que usted misma, incluso ahora, probablemente podría responderla.
Asintió lentamente con la cabeza.
—Sí… —dijo. Su voz se redujo casi a un susurro:
—He notado muchas cosas de Dibs que indican que tiene alguna habilidad. Pero se ve tan desdichado mientras se va desenvolviendo más y más en casa. Ya no parece tener aquellos berrinches tan tremendos de antes. Ni en casa ni en la escuela. La escena de ayer no fue un berrinche. Era su protesta por el insulto que debe haber sentido ante el comentario de su padre. Ya casi no se chupa el dedo. Ya habla más a menudo en casa; pero solo no con nosotros. Excepto por ese grito hacia su padre, está cambiando, mejorando. ¡Espero en Dios que se ponga bien del todo! —dijo fervientemente.
—También yo —respondí. Se hizo un largo silencio.
Por fin, sacó la polvera de su bolso y se acicaló.
—No recuerdo haber llorado tanto en otra ocasión —dijo. Señaló la caja de pañuelos—. Parece que usted está preparada para todo; probablemente no soy la única que llora aquí.
—No. Tiene usted bastante compañía —dije.
Sonrió. Ella y Dibs tenían tantas cosas en común.
—No puedo decirle cuánto aprecio esto —dijo—. No parece posible que haya trascurrido una hora. Pero ya oigo las campanadas. Son las once.
—¡No me habría sorprendido si en ese momento la señora me hubiera dicho que no quería ir a casa!
—El tiempo parece irse como agua algunas veces aquí —comenté.
—Sí —se levantó, se puso el abrigo—. Gracias por todo —me dijo, y se marchó.
No importa en cuántas ocasiones escuchemos esta clase de desahogos (y sucede muy a menudo), las complejidades de las motivaciones y de la conducta humana se hacen patentes una y otra vez. No existe una única experiencia aislada, o un único sentimiento que active los patrones de reacción; siempre hay una acumulación de experiencias entretejidas con emociones profundamente personales, metas, valores, que motivan al individuo y que determinan su reacción. ¿Qué había dicho ella como preludio a su relato? «Tanto qué decir. ¡Y tanto que no decir! Es mejor no decir algunas cosas. Pero tantas cosas no dichas pueden convertirse en una gran carga».
Estaba consciente de los elementos que pesaban tanto sobre su conciencia y probablemente más consciente de las cosas que prefería no decir, y de las que se hallaba más consciente por la constante vigilancia que mantenía para conservarlas secretas. Quizás ella y su esposo habían aprendido muy temprano en sus vidas que sus agudas inteligencias podían levantarse con una protección a su alrededor, y aislarlos de emociones que nunca aprendieron a comprender y a emplear de manera constructiva.
Dibs había aprendido esto también. Leía cuanto había a la vista y desplegaba esta habilidad cuando enfrentaba reacciones emocionales incómodas, esquivando toda confrontación directa en relación a algún sentimiento. Era esta una conducta que adoptaba para protegerse.
Su padre y su madre eran aún las víctimas de su falta de comprensión de sí mismos y de su falta de madurez emocional. Sentían agudamente su propia incapacidad para relacionarse de modo afectivo con Dibs, y probablemente con Dorothy. Andaban a tropiezos en la profundidad de sus sentimientos de insuficiencia e inseguridad.
Cuando ella me preguntó si yo creía que Dibs era un retrasado mental, yo podría haberle dicho, enfáticamente, que Dibs no era, desde luego, un débil mental; que, más aún era un niño dotado de una inteligencia superior. Y sin embargo, hacer tal evaluación en esta etapa del tratamiento podría haber dañado el adelanto logrado. Podría haber intensificado el sentimiento de culpa que se había manifestado por la escena que ella había descrito entre Dibs y su padre y las reacciones que ella tuvo entonces. Y si los padres de Dibs hubiesen aceptado mi evaluación, podrían haberse concentrado en la capacidad intelectual de Dibs, tomándola como un punto central de su desarrollo. El niño había estado utilizando en forma bastante amplia su inteligencia. Era la falta de equilibrio en su desarrollo total lo que creaba el problema; o, quizás, en forma inconsciente, preferían ver a Dibs como débil mental que como una personificación intensificada de su propia inadecuación social y emocional. Todo resultaba de índole especulativa.
La cruz del problema no era un diagnóstico intelectual de las razones que había detrás de la conducta de los padres, aunque muchas personas aceptan este principio como básico para[…]”“un desarrollo personal mejorado. Si se comprende por qué actuamos y sentimos de determinada manera, opinan muchas personas, entonces se puede cambiar de manera de ser. Yo he pensado a menudo, sin embargo, que con tal comprensión, los cambios mayores se manifiestan por lo general en la conducta externa y esto provoca gradualmente, cambios de motivación y sentimientos. Creo que lleva mucho más tiempo lograr esta clase de cambio y, a veces, parece requerir una intensa preocupación con el yo, que fija el objetivo fuera de la proporción que debe guardar el individuo en la relación con sus semejantes, y que hace que su mundo esté más centrado en su propio ser, aunque sus actividades externas traten de disfrazar esto.
Hay muchas y diferentes formulaciones teóricas de la estructura y de la terapia de la personalidad; esto explica los diversos métodos empleados en sicoterapia, porque el método es la puesta en marcha de una formulación teórica básica.
En cuanto a la madre de Dibs, me parecía muy difícil admitir que no se hubiera dado cuenta de las dotes intelectuales de su hijo; al menos, hasta cierto punto. En la experiencia total de ella, los logros intelectuales por sí solos no habían sido una respuesta muy satisfactoria; su fracaso en cuanto a relacionarse con el hijo, mediante amor, respeto, y comprensión, probablemente se debía a sus propias carencias emocionales. ¿Quién puede amar, respetar, comprender a otra persona si ella misma no ha disfrutado esas experiencias básicas? Me pareció que sería mucho más útil para ella el haber aprendido en esta entrevista que se le respetaba y se le comprendía, aun cuando esa comprensión era, necesariamente, un concepto más generalizado que aceptaba el hecho de que ella tuvo razones para actuar como lo hizo de que poseía capacidad para cambiar; de que los cambios habrían de surgir de ella misma; y de que todos estos: los de ella, los de su esposo, los de Dibs, estaban motivados por muchas experiencias acumuladas. ¿Cómo lo había expresado? «Dos personas asustadas, solitarias, infelices, con nuestras defensas derribadas y abandonadas… un alivio saber que podíamos ser humanos, y que podíamos fracasar y admitirlo».


Fragmento de: Virginia M. Axline. “DIBS, en busca del yo”. iBooks. 

Pasaje de: Virginia M. Axline. “DIBS, en busca del yo.” 1ª ed. 1964. Editorial Diana. 
Con autorización de Editorial Diana.
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